Quesadillas

No sé cuánto tiempo estuvo en la Universidad.
Mentía continuamente, dejando a todos creer que se llamaba María, pero su nombre real era Margarita. Muy pocos sabíamos este gran secreto y lo respetamos.
Ignoro lo que pudo aprender de todas las carreras, incluso de la administración universitaria.
Fue testigo de nuestros secretos, intimidades, llantos, excesos, sueños, logros, aventuras, siempre nos escuchó sin inmutarse, era como si no estuviese allí.
Calló siempre, nunca una opinión, ni una mueca, en todo caso una gota de sudor en la sien y una furtivísima mirada y una mano de envés moreno y blanquísima palma enharinada.
Nadie supo sus opiniones políticas, ni culturales, ni familiares, aparentemente nadie la conocía, pero todos aquellos estudiantes no podrán ignorarla jamás si intentan recordar aquellos años.
Tenía un concepto de la economía muy particular. Preparaba una gigantesca quesadilla que llamaba “ballena”, no constaba del triple de materia base de una quesadilla normal, pero la cobraba por 5… las cuentas no salían. Se lo pregunté a solas y me dijo que sólo la preparaba a los que le caían bien, y que caerle bien a ella era muy caro.
Yo estaba contentísimo de ser del agrado de la enigmática Margarita y no me importaba pagar más porque eran exquisitas, subía el fuego al comal para que salieran en su punto, ni muy grasosas por fuera, ni muy aguadas por dentro, doradas en su justa medida, le ponía pasión, y había que pagarlo.

Llegó años antes que nosotros y nunca supe si se fue algún día.
¡Ah!, el nombre.
Tuve la suerte de ser un cliente VIP porque era muy antojadizo, le pregunté su nombre por hacer plática y me lo confió, ante mi estupefacción me comentó que no lo ocultaba, simplemente que nadie le preguntaba. “Doña Mari”, se había convertido para ella en su “Buzz marketing”, dijo muy segura.
El último día de Universidad hice mi pedido, comí, pagué y me despedí, di unos pasos y me dijo –Venga joven, le invito una “Ballena Mamá”–, preparó una ballena normal y le puso una pizquita más de queso.
Luego la dejé allí, en la calle Sadi Carnot, casi esquina con Valentín Gómez Farías, preguntándome cuánto era capaz de escucharnos y cuán poco le hacíamos caso, a pesar de necesitarla tanto.
–¿Que conste que esta era la más cara!– fue su despedida, además de su ligera sonrisa sin mirarme.

JLVL

Comentarios

Entradas populares