El día que perdimos la inocencia
Nos queríamos mucho, puedo decir que teníamos un amor platónico, ayudaba
el aire romántico de aquel D.F. nocturno que enamoraba a cualquiera y
que envidiarían todos los parisinos desde su crudo invierno; árboles de
la Alameda, clima perfectamente templado, merolicos de pociones y
ungüentos mágicos y milagrosos, convincentes e infalibles, vendedores
ambulantes, familias caminando, avenidas enormes y calles iluminadas con
esas viejas lámparas de tono amarillento que hacen bello al más
incoloro en la nocturnidad.
Acudimos a ver la obra de un amigo común que era expuesta en la bienal de diseño de la Ciudad de México (ganó algún premio, no sé si menor o mayor). Estábamos muy orgullosos de él, y entre la diminuta copa de inauguración y el jolgorio, nos encontrábamos eufóricos. Era una noche perfecta para acercar posiciones.
Festejamos en el interior del recinto el encuentro con el amigo exponente, bien vestido para la ocasión; elegante pero informal, con moñito, jeans, tenis y chaquet… muy atrevido, muy desorientado, pero muy impactante.
Salimos ella y yo a los jardines externos para hablar un poco. La música de Jorge Reyes en el interior hacía agradable y culto el ambiente, pero ligeramente insoportable la permanencia dentro, por el volumen y por el humo de cigarros en el recinto cerrado y sin ventilación de paredes blancas y de techos, aunque altos, bastante hollinados ya.
Ella estaba muy bella, no solía usar maquillaje y tenía la cara inmaculada, yo llevaba la coleta bien apretada para que no hubiera ningún pelo suelto ni se impregnara el olor a tabaco. Hablamos largo y tendido, complacientes el uno con el otro, nos mirábamos a los ojos y decíamos sentidas palabras cada vez más personales.
Entonces ocurrió.
Eran tres, ninguno mayor de 14 años. Dos levantaron el pequeñísimo puñal; uno llevándolo en su mano derecha, otro era zurdo. El desarmado se acercó mirándome con ojos inyectados y amenazando a su vez a mi amiga con su voz ambitonal de adolescente. La advertencia era a mi persona en realidad, y era paradójico porque ella era mucho más fuerte y más valiente que yo.
Se acercó gritándome, me quitó los zapatos y los lanzó lo más lejos que pudo, detrás de los arbolitos bajos muy próximos. Siguió gritando mucho, farfullando improperios y groserías que no eran muy graves. Los otros nos arrancaron los relojes de las muñecas que rompieron en su acalorado intento, así que no podrían revenderlos en el futuro, le quitaron un par de cadenitas de poco valor -lo sé porque yo se las había regalado-, y mi cartera, que daba más vergüenza que orgullo.
–¡Si haces algo, la rajamos!– insistían, y yo pensaba solamente en que ojalá mis pies no olieran demasiado, porque salía con mi amiga desde hacía poco tiempo y ella nunca lo había notado.
La cosa curiosa es que en su febrilidad, no se habían percatado de la presencia del bolso recién comprado, caro y de bella artesanía que llevaba mi querida pareja aún en el hombro, hasta que les dijimos que se llevaran todo menos eso… y no nos hicieron caso. Así que lo perdimos. Casi fue la única cosa de la que nos arrepentimos aquella noche. Eso y la denuncia policial.
Acudimos corriendo (yo descalzo aún), a una patrulla que nos explicó, con flojera, que no había nada que hacer a menos que agarraran con las manos en la masa a los delincuentes. Ante nuestra insistencia nos subieron a la patrulla y nos pasearon por todo el barrio del centro casi bostezando ellos, mientras nosotros escudriñábamos cada esquina para reconocer a los truhanes… noooo,… nnnnnnop,…. nop,…. nnnnnnnno,… nop. Nada.
Nos llevaron después a la Delegación y presentamos la denuncia pertinente. Una señora demasiado incompetente y bastante voluminosa, tecleó con torpeza el documento que firmamos ambos denunciantes, quejándonos a su vez por la insolvencia ortográfica de la dama dactilográfica, nomás por el coraje acumulado a esas horas de la madrugada.
No hemos vuelto a pisar jamás una Delegación, pero desafortunadamente tuvimos, por separado, más encuentros tanto con chavitos delincuentes como con policías desganados, e incluso directamente corruptos.
Así perdimos la inocencia.
Desde entonces viajamos en taxis seguros y a horas tempranas. Si alguien inauguraba cualquier cosa, asistíamos de día, acompañados, o simplemente enviábamos una carta declinando la invitación amablemente.
Esto fue hace más de 20 años. Finalmente me alejé de mi barrio, de mi ciudad, de mi país, y finalmente de de mi continente.
Exagero evidentemente, no tengo pavor, pero desde aquellos días empecé a oír testimonios de unos y otros, ciertos o inventados, que empezaron a atemorizarme.
La cuestión es que quiero volver un día a mi D.F. amado, como quien recuerda “La ciudad más transparente”, al inicio del libro; con unas descripciones tan evocadoras que seguirían envidiando los parisinos. Estar tranquilo, parado frente al merolico sin mirar a los lados; escucharlo y comprarle la pomada de la eterna juventud que deja la piel suave, tersa, que proporciona juventud y tranquilidad emocional, inventada por monjes tibetanos y probada por científicos de todo el mundo.
JLVL
Acudimos a ver la obra de un amigo común que era expuesta en la bienal de diseño de la Ciudad de México (ganó algún premio, no sé si menor o mayor). Estábamos muy orgullosos de él, y entre la diminuta copa de inauguración y el jolgorio, nos encontrábamos eufóricos. Era una noche perfecta para acercar posiciones.
Festejamos en el interior del recinto el encuentro con el amigo exponente, bien vestido para la ocasión; elegante pero informal, con moñito, jeans, tenis y chaquet… muy atrevido, muy desorientado, pero muy impactante.
Salimos ella y yo a los jardines externos para hablar un poco. La música de Jorge Reyes en el interior hacía agradable y culto el ambiente, pero ligeramente insoportable la permanencia dentro, por el volumen y por el humo de cigarros en el recinto cerrado y sin ventilación de paredes blancas y de techos, aunque altos, bastante hollinados ya.
Ella estaba muy bella, no solía usar maquillaje y tenía la cara inmaculada, yo llevaba la coleta bien apretada para que no hubiera ningún pelo suelto ni se impregnara el olor a tabaco. Hablamos largo y tendido, complacientes el uno con el otro, nos mirábamos a los ojos y decíamos sentidas palabras cada vez más personales.
Entonces ocurrió.
Eran tres, ninguno mayor de 14 años. Dos levantaron el pequeñísimo puñal; uno llevándolo en su mano derecha, otro era zurdo. El desarmado se acercó mirándome con ojos inyectados y amenazando a su vez a mi amiga con su voz ambitonal de adolescente. La advertencia era a mi persona en realidad, y era paradójico porque ella era mucho más fuerte y más valiente que yo.
Se acercó gritándome, me quitó los zapatos y los lanzó lo más lejos que pudo, detrás de los arbolitos bajos muy próximos. Siguió gritando mucho, farfullando improperios y groserías que no eran muy graves. Los otros nos arrancaron los relojes de las muñecas que rompieron en su acalorado intento, así que no podrían revenderlos en el futuro, le quitaron un par de cadenitas de poco valor -lo sé porque yo se las había regalado-, y mi cartera, que daba más vergüenza que orgullo.
–¡Si haces algo, la rajamos!– insistían, y yo pensaba solamente en que ojalá mis pies no olieran demasiado, porque salía con mi amiga desde hacía poco tiempo y ella nunca lo había notado.
La cosa curiosa es que en su febrilidad, no se habían percatado de la presencia del bolso recién comprado, caro y de bella artesanía que llevaba mi querida pareja aún en el hombro, hasta que les dijimos que se llevaran todo menos eso… y no nos hicieron caso. Así que lo perdimos. Casi fue la única cosa de la que nos arrepentimos aquella noche. Eso y la denuncia policial.
Acudimos corriendo (yo descalzo aún), a una patrulla que nos explicó, con flojera, que no había nada que hacer a menos que agarraran con las manos en la masa a los delincuentes. Ante nuestra insistencia nos subieron a la patrulla y nos pasearon por todo el barrio del centro casi bostezando ellos, mientras nosotros escudriñábamos cada esquina para reconocer a los truhanes… noooo,… nnnnnnop,…. nop,…. nnnnnnnno,… nop. Nada.
Nos llevaron después a la Delegación y presentamos la denuncia pertinente. Una señora demasiado incompetente y bastante voluminosa, tecleó con torpeza el documento que firmamos ambos denunciantes, quejándonos a su vez por la insolvencia ortográfica de la dama dactilográfica, nomás por el coraje acumulado a esas horas de la madrugada.
No hemos vuelto a pisar jamás una Delegación, pero desafortunadamente tuvimos, por separado, más encuentros tanto con chavitos delincuentes como con policías desganados, e incluso directamente corruptos.
Así perdimos la inocencia.
Desde entonces viajamos en taxis seguros y a horas tempranas. Si alguien inauguraba cualquier cosa, asistíamos de día, acompañados, o simplemente enviábamos una carta declinando la invitación amablemente.
Esto fue hace más de 20 años. Finalmente me alejé de mi barrio, de mi ciudad, de mi país, y finalmente de de mi continente.
Exagero evidentemente, no tengo pavor, pero desde aquellos días empecé a oír testimonios de unos y otros, ciertos o inventados, que empezaron a atemorizarme.
La cuestión es que quiero volver un día a mi D.F. amado, como quien recuerda “La ciudad más transparente”, al inicio del libro; con unas descripciones tan evocadoras que seguirían envidiando los parisinos. Estar tranquilo, parado frente al merolico sin mirar a los lados; escucharlo y comprarle la pomada de la eterna juventud que deja la piel suave, tersa, que proporciona juventud y tranquilidad emocional, inventada por monjes tibetanos y probada por científicos de todo el mundo.
JLVL
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