C-i-e-n-t-o-d-o-c-e, ¿dígameeee? (Maia II)

¿c-i-e-n-t-o-d-o-c-e,- -d-i-g-a-m-eeeeee?, me dijo la voz tranquila la operadora de emergencias durante los 35 metros que corrí hasta recoger al que yo creía quizá beodo. Es un número centralizado y de nueva creación, para no tener que llamar a policía nacional, policía local, bomberos, protección civil, cruz roja, ambulancia, etc… todo concentrado en un solo número, te atienden y te comunican con el oportuno.
El hombre estampado en el asfalto era moreno, bajito, bastante redondo, sudoroso y rojizo, con bermudas y camiseta sin mangas de un color ligeramente más claro que su piel, de tal manera que parecía un bañista moreno que tomó el sol y luego se quitó la prenda. Lloraba como un cerdo antes de la matanza y repetía: “!me duele… me duele mucho la cabeza!”… mientras trastabillábamos por el pavimento hasta llegar a la acera, traté de calmarlo invadiéndolo incesantemente de preguntas que no llegó a contestar. Cuando finalmente conseguí mi objetivo, cayó nuevamente de espaldas en la acera con un sonoro cabezazo y cerró los ojos.
¿Diga?, escuché a la operadora; luego se produjo un inverosímil diálogo entre los tres, que sonó más o menos así:
–Un hombre estaba aventándose a los coches y… –¿Aventándose?… qué quiere decir con…? –tirándose delante…– ¿En qué provincia? –mi mujeeerrrr, –¿Tu mujer? – Me ha dejado… – ¿Te ha dejado aquí? –Sevilla –¿Sevilla capital? –Sí, –¿lo ha dejado su mujer?, –sí, pero dice que no aquí, sino que lo ha abandonado, por favor, ayúdeme, que se ha caído por segunda vez –¿Lo ha tirado usted? –No, Sevilla –No Sevilla?, Sevilla provincia?… –Por favor, dice que le duele la cabeza, le he preguntado si toma algo para su enfermedad, porque no huele a alcohol… –¿Lo ha olido usted de verdad? –¿Qué te pasa, te has golpeado, has bebido, tomas algo para tu dolor de cabeza, te metes algo? –¡Me meto a tu puta madre! –¿Le mando a la policía local?, es más bien desorden público… –creo que sería mejor una ambulancia, ya lo he visto dos veces con la cabeza al suelo, pero no sangra… –¿Está bien? –Sí… no, quiero decir, está consciente, pero se ha golpeado y seguro lo volverá a hacer, me está amenazando –¡ayúúúúúdameee! –Entonces le paso con los servicios médicos… ¿De qué provincia dijo? –¡Ahora me está persiguiendo, me está persiguiendooooooooo!
Cuando le había dado la mano para levantarlo, recobró todas las fuerzas perdidas y una velocidad increíble para alguien que se caía cada dos por tres.
Dos calles más abajo, intenté recobrar el aliento y concretar los hechos con la operadora, que finalmente decidió enviarme a la policía nacional, un cuerpo de élite. Eso me dejó relativamente satisfecho. Aquí, aunque parezca mentira en mi tierra, contactar a la policía es seguridad y tranquilidad.
Empecé a recorrer el camino de vuelta, para esta vez y de lejos, vigilar al interfecto…
Del grupo de cinco observadores del inicio del episodio, salieron los tres varones a dar empujones al deambulante, volví a correr hacia allá para apartarlos de tan desigual afrenta, se alejaron un poco, y miré fijo a los ojos de mi persecutor; ¡ESTÁTE QUIETO, NO TE MUEVAS!, le grité con seguridad como hago a mis perros (que obedecen). Me miró con sus ojos inyectados y efectivamente se paralizó, puso las manos detrás y agachó la cabeza (que los que hemos estudiado semiología, sabemos que es símbolo de rendición)… detrás, el quinteto hablaba en alto, pero no distinguí lo qué decían, volví la cara para mirarlos, y el abandonado aprovechó para correr atravesando los 8 carriles transitados sin miramientos y llegar hacia la acera opuesta… como hacen mis perros cuando no les sale del alma obedecerme.
Decidí que era la última carrera del día; para un tipo que hace vida sedentaria es como un maratón, crucé detrás de él haciendo señas a diestra y siniestra, y con un inmenso miedo, para advertir a los conductores, que visto la experiencia anterior podrían atropellarme sin remordimientos.
El velocista desmangado me esperaba del otro lado… volví a gritar: ¡QUIETOOOO!.
Esta vez no hizo caso y echó a andar rápido (como mis perros) y yo cumplí mis promesas; no correr más y vigilar de lejitos. Con paso calmo lo observé girar a la derecha en la siguiente esquina. Cuando llegué allí, él estaba en la parada de autobús próxima, recostado y tomando un poco de sombra de la marquesina. Juzgué adecuado no presionarlo más, no agotarme más y dar así tiempo a la Policía Nacional para llegar al lugar del atestado.
Reconocí a uno de los 5 que cruzaba la calle conforme el semáforo le autorizaba y aún lejos me gritó: –“¿Has llamado al 112?…– ¡sí! –respondí aliviado frente a un testigo que apoyaría mi historia…
–¡No coooñooooo!, ¡hay que llamar al 091, yo una vez llamé al 112 y me pusieron con Córdoba!.
Quise llamar para declarar que estaba por golpear a un inocente.
Me regañó durante un minuto, pero además de mandarlo a chingar a su madre en bajito, no lo escuché.
Empezaba a pensar la posibilidad de que el zigzagueante terminara debajo de un autobús en la misma parada, cuando apareció la patrulla. Empecé mi declaración en la ventanilla diciendo: Yo he llamado; es un hombre bajito, moreno, ha girado en esa esquina a la derecha… –¿Allí a la derecha? –Sí, lleva una camiseta sin… vi los faros rojos del panel trasero de la patrulla y rematé en voz alta: …sin mangas.
Tranquilo hice el camino de vuelta a mi coche, mirando con extrañas vibraciones al quinteto de la otra acera que se había reagrupado y a su vez me miraba reprochándome quién sabe qué.
Dentro de mi coche, puse el aire acondicionado para bajar mi tensión, música adecuada para la relajación -esta vez sí-, y arranqué convencido de que debía asegurarme que la policía habría ayudado al pobre hombre.
Entré en la calle donde lo perdí de vista. Despacio, continué hasta el cruce, a la derecha tranquilidad, a la izquierda un espectáculo memorable. La patrulla sobrepasaba el semáforo en verde de la siguiente calle, y detrás, justo detrás a media calle, un hombre bajito, moreno con camiseta sin mangas cruzaba sin mirar con el semáforo peatonal en rojo.
Hice sonar el claxon varias veces, encendí las luces altas repetidamente y perdí de vista a todos. Me fui a casa desolado.
Como en la teoría de la Gestalt, intenté terminar la historia en mi mente para no quedarme intranquilo. O bien, su mujer estaba en la acera esperándolo, o bien era una trampa de la policía para salvarlo in extremis, o como última posibilidad, el quinteto lo raptó y extorsionó a su mujer.
Seguro que nada de esto sucedió, lo más normal es que llegara a su casa, después de un rato, a dormir y el día siguiente molestara a otra gente que pasa calor.
El trasiego entre la vida y la muerte pasaron delante de mí en poco rato, así que llegué a casa con mi pareja, nuestros pájaros y nuestros perros, dispuesto a contar la gran lección de vida que según yo había sucedido.
Conté la historia con brevedad, causé un cierto efecto, pero Rosetta me contó una mejor; había llamado a la policía porque habían entrado en la casa abandonada del vecino, llamó a voces a unos invasores que ponían reguetón a volumen exagerado… apareció la patrulla, identificaron a los invasores, parientes, con extrañas instrucciones de limpieza en el predio, volvió el cuerpo policial a notificarle de las andanzas en casa, otro vecino compiló informaciones… era una historia mucho más interesante y llena de acción que la de un tipo enfermo al que no le pasó nada finalmente.
Me metí en mi estudio a trabajar, miré por la ventana mientras las golondrinas progenitoras volaban en círculos frente al nido para enseñar a las tres crías a volar. Las llamé Maia, Glenn y Ruth, que finalmente son lo que me quedará de un día como hoy 28 de junio de 2015.
Los 3 perros están mirando al nido sin esperanzas porque ahora han volado todos.
Me pareció oportuno contar esta tontería que me ha inspirado el encuentro con la pelirroja neonata, ahora, a seguir trabajando.
Saludos a todos.
JLVL

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