Doña Malena
Doña Malena no era agraciada entonces y nunca lo fué, pero sí agradecida por algunos.
Experimentada y exquisita cocinera en platos para pocos comensales, y salvaje e indómita chef en las grandes cacerolas destinadas a alimentar tres veces por día a decenas de chiquillos internados.
Este ritmo de trabajo justificaba su mal humor y su sonrisa irónica cuando te acercabas para pedirle un poco de nata extra por la puerta trasera de su uso exclusivo; te mandaba a chingar a tu madre, te enseñaba los dientes torcidos y, te echaba una buena dosis de la espumadera en el pan si habías aguantado el tiempo suficiente. Completabas el suculento bocadillo con un poco de azúcar por encima, acongojado pero satisfecho.
Era de carnes abundantes y usaba 3 delantales, todos manchados de cosas inciertas, pero cada uno para la comida correspondiente. Su cocina tenía 3 tornos para entregar los alimentos, dos de madera a la izquierda en correspondencia al salón de los alumnos y el otro a la derecha de un metal barato, por el que entregaba las viandas a los curas que comían en mesa común con un montón de cubiertos y vajillas malas pero completas.
A la izquierda, antes de la ingestión sonaba una campanita, luego silencio seguido de una oración coral descompasada y para terminar un griterío confundido con el tintinar de cubiertos y vasos buscando su lugar en cada mesa de 6 comensales ansiosos.
A la derecha, había que acercarse un poco al torno para escuchar lo que sucedía, porque todo empezaba una vez el alboroto de enfrente se desencadenaba. Ya a los pocos días de haber empezado su servicio hacía años, acercó el oído al cornetín de cobre que servía de medio de comunicación entre la cocina y el comedor sacerdotal, y desde entonces asumía un berrinche en cada servicio que le resultaba punto de fuga y terapia vital.
Una vez servidas las 15 charolas de huevo con tortilla, las bandejas de pan, las tantas jarras de agua de fruta, más 5 marmitas enormes de frijoles, y antes de ofrecer el primer plato de “pollo en pepitoria” a la derecha, escuchaba la otra bendición de mesa con esperanzas de que “por hoy digan otra cosa”; escuchaba en cada sesión cómo se agradecía a dios por los alimentos, se pedía por el obispo, el papa, el cardenal, la iglesia unida, los pobres, los menesterosos etc.
–¡Nunca, ni a la puta Malena, ni por la puta Malena, pinche gato Venegas, que me parto la espalda como tu chingada madre!, me dijo un día serena con unos ojos inyectados, exagerados por sus gafotas de pasta con cristal de fondo de botella–; entonces enrojecida empezaba a repartir nata extra a los pocos valientes que nos acercábamos a que nos mentara la madre, simplemente por que al recibir el cucharazo le decíamos “Gracias Doña”; razón por la cual sonreía antes, tenía la esperanza víviva de esa contrapartida .
Fue mítica y malhablada hasta el día que desapareció y se llevó con ella toda la nata de leche del mundo que desde entonces no he vuelto a probar, o por eso o porque la leche lleva demasiados procesos que eliminan la nata y la sociedad moderna el agradecimiento.
JLVL
Experimentada y exquisita cocinera en platos para pocos comensales, y salvaje e indómita chef en las grandes cacerolas destinadas a alimentar tres veces por día a decenas de chiquillos internados.
Este ritmo de trabajo justificaba su mal humor y su sonrisa irónica cuando te acercabas para pedirle un poco de nata extra por la puerta trasera de su uso exclusivo; te mandaba a chingar a tu madre, te enseñaba los dientes torcidos y, te echaba una buena dosis de la espumadera en el pan si habías aguantado el tiempo suficiente. Completabas el suculento bocadillo con un poco de azúcar por encima, acongojado pero satisfecho.
Era de carnes abundantes y usaba 3 delantales, todos manchados de cosas inciertas, pero cada uno para la comida correspondiente. Su cocina tenía 3 tornos para entregar los alimentos, dos de madera a la izquierda en correspondencia al salón de los alumnos y el otro a la derecha de un metal barato, por el que entregaba las viandas a los curas que comían en mesa común con un montón de cubiertos y vajillas malas pero completas.
A la izquierda, antes de la ingestión sonaba una campanita, luego silencio seguido de una oración coral descompasada y para terminar un griterío confundido con el tintinar de cubiertos y vasos buscando su lugar en cada mesa de 6 comensales ansiosos.
A la derecha, había que acercarse un poco al torno para escuchar lo que sucedía, porque todo empezaba una vez el alboroto de enfrente se desencadenaba. Ya a los pocos días de haber empezado su servicio hacía años, acercó el oído al cornetín de cobre que servía de medio de comunicación entre la cocina y el comedor sacerdotal, y desde entonces asumía un berrinche en cada servicio que le resultaba punto de fuga y terapia vital.
Una vez servidas las 15 charolas de huevo con tortilla, las bandejas de pan, las tantas jarras de agua de fruta, más 5 marmitas enormes de frijoles, y antes de ofrecer el primer plato de “pollo en pepitoria” a la derecha, escuchaba la otra bendición de mesa con esperanzas de que “por hoy digan otra cosa”; escuchaba en cada sesión cómo se agradecía a dios por los alimentos, se pedía por el obispo, el papa, el cardenal, la iglesia unida, los pobres, los menesterosos etc.
–¡Nunca, ni a la puta Malena, ni por la puta Malena, pinche gato Venegas, que me parto la espalda como tu chingada madre!, me dijo un día serena con unos ojos inyectados, exagerados por sus gafotas de pasta con cristal de fondo de botella–; entonces enrojecida empezaba a repartir nata extra a los pocos valientes que nos acercábamos a que nos mentara la madre, simplemente por que al recibir el cucharazo le decíamos “Gracias Doña”; razón por la cual sonreía antes, tenía la esperanza víviva de esa contrapartida .
Fue mítica y malhablada hasta el día que desapareció y se llevó con ella toda la nata de leche del mundo que desde entonces no he vuelto a probar, o por eso o porque la leche lleva demasiados procesos que eliminan la nata y la sociedad moderna el agradecimiento.
JLVL
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