Lista de espera / prejuicios
Vâclav Wönderhâertz, era el nombre inventado que usábamos para
incomodar a los recepcionistas del Vip’s que se esforzaban primero en
entenderlo y luego en escribirlo deletreado, para asignarnos la mesa
llegado el momento. Era una falta de respeto por mi parte sin duda.
Terminaban voceando al Señor Vacas, o al Señor Wonderbrás.
Todo surgió, porque un día delante de nosotros esperaba una lindísima joven de rasgos mestizos que mirábamos muy atentamente, y que cuando fue preguntada por su nombre espetó seca: “Axayácatl”… hizo una pausa, luego displicente matizó “quiere decir Rostro de agua”. El encargado de tomar nota tuvo problemas para transcribirlo. Finalmente le dieron su mesa, comió enchiladas suizas y se largó sin dejar propina. Y entonces fue cuando decidimos complicar el trámite.
Como aquellos tiempos eran de crisis, devaluaciones fraudes electorales y recursos escasos, volvíamos recurrentemente al mismo sitio y con el falso nombre a pedir un caldo tlalpeño, que sumado a los cafés gratuitos de la espera y los dos panecillos con mantequilla por persona, nos hacían el día por poco dinero.
La última de aquellas ocasiones, hablamos respecto al asunto en cuestión; la manía de traducir los nombres.
Nos quejábamos de haber oído “soy Nicté, que significa Flor”… o “Hola soy Yaretzi, ‘siempre más amada’ en náhuatl… a lo que yo contestaba: “encantado, yo vivo en Ecatepec … que es pedregoso y polvoriento”, y no hacía gracia casi nunca.
Debatimos sobre el tema, con nuestros prejuicios bien cimentados en falsas certezas. Criticábamos a quien lo hacía, comparábamos con otros países y lenguas donde según nosotros nadie resaltaba: “soy Iñaki, que traducido sería Ignacio; Mi nombre es Jordi y castellanizado equivaldría a Jorge; me llamo Barry… eeeh…como Barry Manilow.”
Seguramente nuestra conversación no fue sigilosa, ni nuestros comentarios al gusto de quien pudo escuchar –con toda razón–, pero en la misma noche, recibimos una lección.
Durante la cena el mesero nos atendió muy cortés, serio pero agradable, poco hablador y sin embargo atento; respondió el menor gesto para reponer la mantequilla, renovar los panecillos, ofrecernos los limones pertinentes, traernos un extra de aguacate, llenar y rellenar la taza de café incluso sin advertirle, y traernos la cuenta raudo y con eficacia. Nos sentimos halagados por su servicio y lo creímos una persona de confianza y digna de una recompensa pecunaria. Al entregarnos la cuenta, la cerramos con la merecida propina –No íbamos a portarnos como aquella desdichada traductora de lengua muerta–, terminó el trámite con igual resolución, regresó con el cambio correspondiente, y con una sonrisa blanquísima que resaltaba de su rostro oscuro dijo –Muchas gracias señores, estoy para servirles, mi nombre es Mazacuatzin– señalando su identificación, y con cierta malicia añadió –Significa: serpiente que te hipnotiza–. Sonreímos ligeramente desconcertados y nos levantamos de la mesa, agachando un poco la cabeza avergonzados en señal de respeto y caminamos en silencio hacia la salida, sin saber si nos lo decía como reproche por nuestros absurdos comentarios o como buena costumbre del sector de la hostelería. Cuando estábamos en el quicio de la puerta, ya casi en la Avenida de los Insurgentes, repitió y terminó la frase:
–“Serpiente que te hipnotiza”, o bien, “la víbora que te encanta”, para servirles–
Cuando llegamos al coche, nos dimos cuenta.
Si me preguntan ahora, simplemente digo “Luis”
PD: por si alguien no lo entendió; nos desarmó, humilló, demostró su valía, nos dejó absolutamente fuera de combate y sin argumentos… nos albureó con finísima elegancia y sin compasión.
Todo surgió, porque un día delante de nosotros esperaba una lindísima joven de rasgos mestizos que mirábamos muy atentamente, y que cuando fue preguntada por su nombre espetó seca: “Axayácatl”… hizo una pausa, luego displicente matizó “quiere decir Rostro de agua”. El encargado de tomar nota tuvo problemas para transcribirlo. Finalmente le dieron su mesa, comió enchiladas suizas y se largó sin dejar propina. Y entonces fue cuando decidimos complicar el trámite.
Como aquellos tiempos eran de crisis, devaluaciones fraudes electorales y recursos escasos, volvíamos recurrentemente al mismo sitio y con el falso nombre a pedir un caldo tlalpeño, que sumado a los cafés gratuitos de la espera y los dos panecillos con mantequilla por persona, nos hacían el día por poco dinero.
La última de aquellas ocasiones, hablamos respecto al asunto en cuestión; la manía de traducir los nombres.
Nos quejábamos de haber oído “soy Nicté, que significa Flor”… o “Hola soy Yaretzi, ‘siempre más amada’ en náhuatl… a lo que yo contestaba: “encantado, yo vivo en Ecatepec … que es pedregoso y polvoriento”, y no hacía gracia casi nunca.
Debatimos sobre el tema, con nuestros prejuicios bien cimentados en falsas certezas. Criticábamos a quien lo hacía, comparábamos con otros países y lenguas donde según nosotros nadie resaltaba: “soy Iñaki, que traducido sería Ignacio; Mi nombre es Jordi y castellanizado equivaldría a Jorge; me llamo Barry… eeeh…como Barry Manilow.”
Seguramente nuestra conversación no fue sigilosa, ni nuestros comentarios al gusto de quien pudo escuchar –con toda razón–, pero en la misma noche, recibimos una lección.
Durante la cena el mesero nos atendió muy cortés, serio pero agradable, poco hablador y sin embargo atento; respondió el menor gesto para reponer la mantequilla, renovar los panecillos, ofrecernos los limones pertinentes, traernos un extra de aguacate, llenar y rellenar la taza de café incluso sin advertirle, y traernos la cuenta raudo y con eficacia. Nos sentimos halagados por su servicio y lo creímos una persona de confianza y digna de una recompensa pecunaria. Al entregarnos la cuenta, la cerramos con la merecida propina –No íbamos a portarnos como aquella desdichada traductora de lengua muerta–, terminó el trámite con igual resolución, regresó con el cambio correspondiente, y con una sonrisa blanquísima que resaltaba de su rostro oscuro dijo –Muchas gracias señores, estoy para servirles, mi nombre es Mazacuatzin– señalando su identificación, y con cierta malicia añadió –Significa: serpiente que te hipnotiza–. Sonreímos ligeramente desconcertados y nos levantamos de la mesa, agachando un poco la cabeza avergonzados en señal de respeto y caminamos en silencio hacia la salida, sin saber si nos lo decía como reproche por nuestros absurdos comentarios o como buena costumbre del sector de la hostelería. Cuando estábamos en el quicio de la puerta, ya casi en la Avenida de los Insurgentes, repitió y terminó la frase:
–“Serpiente que te hipnotiza”, o bien, “la víbora que te encanta”, para servirles–
Cuando llegamos al coche, nos dimos cuenta.
Si me preguntan ahora, simplemente digo “Luis”
PD: por si alguien no lo entendió; nos desarmó, humilló, demostró su valía, nos dejó absolutamente fuera de combate y sin argumentos… nos albureó con finísima elegancia y sin compasión.
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