He conocido a una eminencia...

No una de esas a las que uno les tiene cierta admiración, respeto o envidia. Una “Eminencia” de verdad, de las que buscas en google y tienen miles de entradas, una de esas personas de verdad importantes, de las que son consultadas por el ministerio o la Secretaría de Estado de muchos países para saber su opinión, u obtener su “placet”. Y no solo la he conocido, estoy trabajando en un proyecto de su autoría.
Es una persona admirable, llena de sabiduría y enciclopedismo, hasta para pedir un café se deshace en calificativos acertadísimos, ya no digamos para discutir sobre la imagen que ilustrará el título que publicará próximamente.
Voz altísima, grave, certera, mandona y seca. De ese tipo de personas que no te dan ganas de contradecir, nomás por su estridencia y exactitud.
Después de unos días, y por curiosidad (no sabía de su trascendencia), busqué información sobre él, esperando encontrar su perfil de Facebook para hallar algún defecto, poder criticarlo, sentirme menos impresionado por su persona y así trabajar más cómodamente. Los resultados fueron inauditos, hay miles de referencias, elogiosas unas, entregadas y admiradas las otras. Ni una mácula… una eminencia mundial (salvo unos pocos locos fundamentalistas).
Evidentemente no puedo decir quién es, bastaría buscar “eminencias mundiales” y en un ranking (en español, por supuesto), aparecería en un lugar privilegiado.
Al principio, la circunstancia me mantuvo calladito y al margen de la situación, pero mi trabajo obliga a tener que comunicarse conmigo, y entablar cierta conversación trascendental en el proyecto, que es un libro.
Han pasado muchos días, pensaba en él y la trascendencia que ha dejado en centenares de citas de otros, de títulos en sus propias obras y en general en la historia del arte… un personaje que ha dejado huella.
Yo, en mi absurda vida cotidiana, hice un examen de conciencia para revisar mi propia huella en la humanidad, y lo más que se me ocurrió, fue pensar en las huellas que dejábamos de pequeños con nuestras tres bicicletas desvencijadas en los polvorientos caminos de nuestro barrio. Éramos cinco niños y tres bicicletas, en un potentísimo equipo ciclista, dos de ellas eran “de carreras”, una de hombre y otra de mujer, ósea con el eje central oblicuo, y una bicicleta “Vagamundo”, que era una versión bastante mala de una bici común, pero con las ruedas pequeñas (era la mía y de mis hermanas). Ninguna tenía cadena y todas las llantas sin aire y sin esperanzas de ser reparadas.
Corrían dos de nosotros, mientras los demás impulsaban los velocípedos con un pie empujando en la tierra y el otro fijo en el pedal que había perdido el soporte y solo dejaba el eje desnudo. Eso sí, éramos muy dignos y echábamos la bici por tierra cuando veíamos a alguien en la lejanía. Nos deteníamos, hacíamos un círculo en torno a ellas, y con mucho histrionismo, dibujando una “C” bajando la mano derecha desde el hombro hasta el estómago con el puño cerrado, decíamos al unísono cuando se acercaba el testigo: “¡¡¡Se nos acaaaaaaba de ponchar la llantaaaa!!!”…, luego cuchicheábamos cosas absurdas dándonos abrazos desconsolados mientras pasaba el interfecto.
En algunas ocasiones nos daban 1 peso para arreglar alguna de las cámaras de llanta averiadas, y luego seguíamos desaforados, dos corriendo y tres arrastrando los pies y contentísimos, a robar maíz fresco del maizal más cercano para merendar nuestra propia cosecha, con crema, queso rallado y chile, en las mazorcas recién arrancadas y cocidas.
Vista la comparación, no me quedó más remedio que aceptar la enorme diferencia de quien trasciende en la historia y yo mismo con mi maíz hurtado. Una mierda de parangón.
Seguí trabajando en el proyecto sin poder decir ni “mú”.
En las últimas sesiones, el autor se ha puesto más ufano y proverbial, casi.
Mi colaboración en el libro es ínfima, pero algo tengo que decir, porque la mecánica lo exige… necesitábamos un texto nuevo que le llevó al autor semanas escribir, con tiempo, sin presión y casi implorando por nuestra parte que lo hiciera, por nuestro bien (es una eminencia, no hay que olvidarlo), y finalmente lo obtuve de su pendrive…
Coloqué el texto, le dí el formato, y miramos todos la pantalla. En su defensa, debo admitir, fue él quien primero captó un fallo (había errores ortográficos, incongruencias de género, número, tiempo y persona, etc.), aunque en realidad él solo se daba cuenta de una “h” faltante…
–¡¡¡No sé, cómo se me pudo pasar esto!!!– dijo el maestro.
–“¡¡¡Se te acaaaaaaba de ponchar la llantaaaa!!!– dije yo.
Me miró serio y cabizbajo. Hice unos cuantos clics y resolví todos los fallos de versalitas, acentos ausentes, cursivas, negritas, plurales, singulares, y dije: –“para el parche en la rueda”…
Abrió los ojos sin entender, y yo acerqué su realidad y la mía. Me sentí confortado y le terminé el penúltimo capítulo de su obra más reciente, sintiendo que yo estaba pagando la ayuda de desinteresados e intrascendentes personajes que habían reparado mi rueda sin pensar en quién era aquél niño que no dejaría huella, más que la de bici desvencijada en el polvoriento barrio de Ecatepec.
El libro será magnífico, estoy seguro. Y venderá muchísimo (Para beneficio de unos cuantos que están a mi alrededor, trabajan haciendo posible el susodicho libro, y no tienen ni idea de lo que significa ser propietario de una “vagamundo” rosa en un mundo de niños).
¿Eminencia? ¿de verdad?, !no sabría llevar una bicicleta sin cadena!.

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