Esquinas
Siempre comparo en mi mente la esquina de Demetrio de los Ríos
y Avenida Menéndez Pelayo en Sevilla, con la que hace el eje central Lázaro
Cárdenas y Avenida Juárez de la Ciudad de México por el tumulto para cruzar,
allí me atrevería a decir que cruzan decenas de miles de personas por día y
aquí varias centenas o varias decenas, la sensación es la misma... bueno no,
quizá nomás las comparo porque hacen esquina dos calles amplias, porque se
acumula gente en cada orilla y porque extraño mucho el D.F.
Estoy convencido de que un cineasta con muy buen ojo,
bastante dinero y ninguna ilusión en la vida, podría hacer una película entera
sólo contando lo que pasa en los minutos en que la luz verde cede el paso de
los peatones de ambas orillas del eje central a la sombra de la Torre
Latinoamericana como testigo; carreras, retrasos, saludos, despedidas, relaciones
que se rompen, amigos que nunca volverán a verse, amabilidad desinteresada, toqueteos
maleducados en partes pudendas, empujones, pérdida de documentos, cadena de
favores, confusiones cómicas, insultos, ayudas a desconocidos, amores a primera
vista, venganzas y encuentros para intercambiar cosas de mafia, o documentos
detectivescos en la más absoluta discreción que otorga el caos del minutaje
estricto del semáforo, incluso algún atropello confuso y sus consecuencias con
boda al final.
Puede ser un gran fiasco en cartelera,
pero hay que ser
valientes.
Con esta declaración de amor a aquella esquina de mi ciudad
puedo explicar más fácil lo que me pasó en esta pequeña esquina. Si se hiciera
ese film yo contaría mi parte adaptándola claro, porque lo que aquí relato
no tiene "punch".
Desde el margen derecho observé a los de mi
lado y a los del otro, entre los cuales me llamó la atención un chico mochila
en ristre que giraba un poco desesperado sobre sí mismo y miraba a los que
compartían su acera y parte del carril bici correspondiente, invadiéndolo en
flagrante incumplimiento de la ley de circulación. Estaba nervioso, y en ese
estado de tensión fijó sus ojos en la señora junto a mí que portaba una pamela y
se disponía a ir seguramente a una boda en la iglesia que pertenece a la calle
a la que pretendíamos acceder los que conmigo se encontraban.
El semáforo nos liberó la tensión y todos cruzamos de un
lado hacia el otro de manera bastante coordinada, diría que no hubo ni
empujón ni altercado alguno, la señora de la pamela se quedó varada gritándole
a su acompañante que estaba comprando aceitunas a granel en la acera que dejé
atrás... el chico mochilero hizo el amago de avanzar y deduje que no le
interesaba más la señora de la pamela a pesar de que era muy llamativa (la
pamela), cubierta de plumas de pájaros que aquí no existen –y vista la cantidad se
habrían extinguido también de su lugar de origen–, porque fijó su mirada en mí
esperando que conquistase su orilla. Aceleré el paso y traté de esquivarlo
fingiendo que hablaba por teléfono, pero no me creyó.
–Disculpe– me dijo, –¿Podría ayudarme?, he perdido mi
documentación, mi dinero, mi pasaporte, todo, no sé qué hacer, ni he desayunado... tenía
acento mexicano del sur, quizá centroamericano. Dijo más cosas que no escuché.
El semáforo se puso en rojo y lo retiré del carril bici empujándolo
un poco hacia la acera cumpliendo con el reglamento que tanto respeto.
Saqué sin vacilar la cartera, sabiendo que lo único que
contenía era un billete de 50 euros que tenía por casualidad ya que no suelo
manejar efectivo, un poco por modernidad y otro poco por pobreza. Abrí de par
en par los departamentos del billetero de marroquinería de segunda mostrándoselos y le
entregué el billete sin dilación. Me confesó que estaba seguro "por la
Virgencita" que yo era a quien buscaba, que no sabía a quién dirigirse,
pero que en cuanto me vio del otro lado decidió que era la persona justa y me
abordó. Me dio las gracias casi llorando, en serio. Escuché el pitido del
semáforo que ayuda a los ciegos a reconocer que se ha puesto en verde otra vez para
los peatones y regresé sudando a mi esquina de origen a la manera de un autómata.
Al chico lo vi entrar en una cafetería de su orilla pidiendo
algo, seguramente esperanzado en la humanidad y la generosidad de la gente.
Mi última reflexión fue: "pues no, no quería
asaltarme".
JLVL
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