Ser reputado, prestigioso e influyente en la Colonia Obrera
La escogimos minuciosamente entre otras posibilidades porque
tenía una ubicación excelente que nos servía a los dos para desplazarnos a
donde el trabajo y la vida social nos llevaba, tenía medios de transporte de
todo tipo, cercanos y bien comunicados, un acervo de cultura popular infinito,
y era baratísimo el alquiler.
La colonia está perfectamente delimitada por 4 calles que no
menciono, porque no tengo interés en que vayas a verificarlo a Google Maps, te
salgas de esta narración y me dejes a medias. Tenía creo yo según planos, una
forma de rectángulo vertical perfecto, hecho por un urbanista medio borracho al
que se le torció un poco la regla hacia la derecha cuando trazaba el plano
superior y obtuvo como resultado final un paralelogramo dibujado a mano
alzada.
El apartamento era un bajo muy oscuro, bastante húmedo, mal
distribuido y muy al alcance de nuestro mísero bolsillo. Lo rellenamos con
muebles de aquí y de allá, cualquier cuadro barato que no combinaba, un tapete
raro y algún objeto aparentemente funcional; "ecléctico" solíamos
decir en vez de pedir disculpas. Bastantes amigos nos visitaron, y casi ninguno
se burló abiertamente, pero casi todos notaron que la ventana daba a la pared y
los bajantes del edificio posterior.
Poco a poco empezamos a inspeccionar el barrio y nuestras
salidas iban ampliando el radio de batidas de reconocimiento. Comenzamos con
nuestras vecinas, bueno solo las dos hijas, no llegamos a saber quién más
habitaba en la puerta de enfrente, nunca nos invitaron a pasar a pesar que
nosotros insistíamos en que ellas entraran al nuestro. Seguramente no
apreciaron el buen hacer en cuanto a habitabilidad de nuestro apartamento
porque no volvieron, nos saludaban asomando la cabeza desde detrás de su
puerta, a lo mejor eran nuestras amistades lo que las echaba para atrás.
Conocimos la tiendita cercana, los primeros puestos de
tacos, la tamalera de sábados y domingos, el tianguis, alguna fondita económica
que cobraba aparte el hígado de pollo en el caldo, más personas y por último
los antros del barrio y un influyente al mismo tiempo.
Yo solía leer las crónicas de Carlos Monsiváis sobre cultura
popular y creía que por leerlo ya podía integrarme, como si fuese ciencia
infusa, y comentábamos mucho mi amigo y yo que debíamos vivir esa cultura,
empezando por pasar de nuestra sana vida a sentir el palpitar de la sangre
barriobajera en la que habíamos decidido estar. Los primeros pasos fueron comer
tacos cerca de los salones de baile para ver más o menos cómo se vestía la
gente, como entraba, cuáles eran los comportamientos adecuados. Luego empezamos
las prácticas en casa bebiendo tequila para ver si entonábamos.
Entonces vino el día de la inmersión.
Fuimos a una cantina cercana y pedimos una cerveza sino me
equivoco, o tres, o cinco... las pagamos ya medio fumigados; unos cuantos
hombres aturdidos a esa hora tardía cabeceaban en sus mesas y o dormitaban
sobre la barra mientras el encargado pasaba el trapo rodeando sus cabezas y
antebrazos para abarcar la mayor superficie en su limpieza como si trazaran con
gis un cadáver reciente. Yo me fui al baño y dejé a mi amigo en la barra.
Cuando volví, el tipo que a nuestra derecha había estado
cantando con entusiasmo "devórame otra vez", nos había pagado ya una
siguiente ronda de tequila y hablaba casi abrazando a mi colega.
–Este es don Équis– me dijo mi amigo.
–Équis Zzzzeta, Apelliiiido y Apellidooooo, para sedvifte–
balbuceó don Équis.
Fue el inicio de una intensísima y corta relación.
La verdad es que yo sentí un poco de miedo, pero su
invitación a otra cantina y la promesa de volver a invitar me calmó, porque
tenía hambre y era conocido que en la siguiente parada ponían tacos de barbacoa
con cada copita.
La primera cantina estaba en un local bastante limpio,
aséptico y medianamente familiar. La segunda no tenía nada que ver, en el
umbral ya había una figura a medio camino entre persona sentada y estatua
realista de un vomitador.
Don Équis no me tomó mucho cariño a mí, pero sí a mi carnal,
y si bien yo escuché también todos sus problemas, en realidad se los confiaba a
él y a mí me dedicaba una ojeada para saber si aprobaba o no sus discursos acerca
del fracaso con sus hijos, con su señora, con su trabajo, con su madre y hasta con
sus fantasmas; siempre con la intensión de abandonarme a mí como al penúltimo
de su prole y seguir tranquilo con el que ahora llamaba "mi'jo, ¡mi hijo
de neeeta ca'!".
A este punto decidió mostrarle a su nuevo vástago su poder
en los bajos fondos, enseñarle lo que según él era un apreciado hombre
influyente, y nos llevó a un Salón de Baile, creía yo.
Los centinelas que resguardaban la puerta tenían un extraño
color debido a las luces de neón rojas, azules
y parpadeantes, eran fuertotes, chaparros y muy respetuosos con don Équis –Licenciaaado, ¡que milagroteee esta semaaana!, ¡ya lo extrañáaabamos mi
Lic.!– le declamaban, –Acá con mis hijos– dijo seco don Équis –Pásenle a lo
barrido, pásenle, pásenle– y extendieron la mano en la que evidentemente algo
recibieron porque nos saltamos la fila.
La cumbia tocada en directo es impresionante, los bajos te
retumban, los vientos de metal te taladran los oídos, la melodía te suena
muchísimo, pero la voz nunca termina de entenderse. Te sabes la letra nomás por
referencias, pero en vivo no distingues en qué parte de la canción va si has
llegado a la mitad, con suerte reconoces el estribillo.
La agrupación musical está al frente, con un decorado triste
que pretende ambientarte entre platanares, cocoteros, atardeceres lúdicos y
sirenas un poco desproporcionadas, el mar en varios niveles según la pared y
sobre estas peces espada disecados y medio rotos. Los ventiladores del techo mal
iluminado funcionan unos sí y otros no, algunos de los útiles parece que
también bailan, si estás sobrio piensas que te van a caer en la cabeza, si has
bebido lo suficiente levantas la mano izquierda extendida y te pones la derecha
sobre la barriga haciendo circulitos con la cadera, mientras los miras desacompasados.
El dominio de don Équis sobre el alcohol que ingería y sobre
la gente a la que se dirigía era elogiable, porque entre más pedo estaba, más
seguro se sentía aunque estuviera a punto de caerse y la baba resultara más
difícil de contener. Su traje era lustroso y el ancho de su corbata un poco
excesivo, pero a las señoras de aquél garito supongo que les resultaba
atractivo, porque no hacían más que acercarse a él bamboleando mucho las carnes
poco expuestas, no enseñaban mucho pero sí que lo mostrado lo arrimaban
demasiado al Lic. que les saludaba por sobrenombre a cada una de ellas, incluso
inventándose alguno que ellas corregían a continuación.
Mi intuición y las evidencias sobre el campo me hicieron
concluir que eran lo que se denominaba "ficheras". Pero yo creía
entonces que todo era más sórdido, que se intercambiaban fichas por dinero y
que directamente se establecía un contrato ilegal a cambio de contacto carnal,
frío, insano, ilegal y despreciable. Sin embargo al menos en aquél lugar y en el siguiente, lo que más se hacía era bailar danzón
con mucha verdad, revolotear cumbias prometentes y arrejuntarse más con la Salsa, luego
perdía de vista las parejas, bien porque el emparejamiento se deshacía, bien
porque iban a algún lugar indeterminado para buscar la letra de la cumbia,
supongo.
Tanta luz estroboscópica, tanto volumen, tanta gente, a mí
me han aturdido siempre, huyo de las aglomeraciones, me salgo de los restaurantes
ruidosos o no me presento a las reuniones multitudinarias, así que no puedo dar
más detalles de aquellos lugares porque pierdo las referencias, me encierro en
mí mismo y simplemente asiento con la cabeza si alguien me dice algo, sin
importar el contenido. Lo que es seguro es que don Equis, susurrándole a media
lengua y muy cerca del oído al hijastro recién adquirido, le propuso una última
parada en un exclusivo bar muy cerquita, según su poco estable estado. Fuimos
allá con mi carota de espanto y caminamos un montón equivocándonos varias veces
de esquina.
Ya no tenía que demostrar que era influyente, estaba claro
que su nombre y su cartera eran respetadísimos en los ambientes nocturnos de la
Obrera, pero tuvo a bien ir un paso más allá, a nivel político, a niveles de
poder nunca imaginados por mí.
Esta vez eran unos verdaderos gorilas los que custodiaban la
entrada, muy seriotes, muy profesionales y nos impedían el paso, porque don Équis no dejaba de balancearse pasos a la derecha, pasos a la izquierda y tres
saltitos pa'trás, como si fuera una coreografía, y nos advirtieron que
llamarían a la policía si no abandonábamos el frontispicio, habríamos podido
entrar con cierta facilidad al local si don Équis no resultara tan bailón,
porque sí que lo habían reconocido y saludado, pero él no era capaz de acertar
su mano contra la de aquellos primates y ungirlos con su mágico ungüento.
Levantó la voz demasiado para mi gusto y para la de los
guardianes de tan fino recinto, que hicieron efectiva su llamada de auxilio que
terminó con la presencia de la autoridad competente que casi nos embiste con la
patrulla y que terminó echándonos las luces largas a los tres. A mí se me
encogieron los labios hasta el punto de no poder articular palabras como me
pasa cada vez que tengo mucho miedo, a mi amigo creo que le divertía y a don Équis le envalentonó en demasía aquella afrenta. Los policías de uniforme nos
informaron de las infracciones pertinentes, nos acorralaron hasta un cierto
punto en el que no tendríamos escapatoria salvo la de un buen soborno y el
nuevo padre putativo usó su argumento estrella y su salvoconducto a la libertad
–¡Oficial, usted no sabe con quién está hablando!–le gritó.
Lo que siguió no fue una conversación, ellos decían cosas y
el otro respondía a gritos con otras que no tenían nada que ver, terminó
amenazándolos con perder el trabajo y hablar directamente con el jefe, primero
presumió de su amistad con un capitán de la policía, con el delegado del
Gobierno y por último con su influencia en la Procuraduría y el Estado Mayor
Presidencial. Los policías pusieron toda su resistencia, incluso algún
argumento cierto sobre su comportamiento y las faltas a la moral, etc., hasta
que don Equis blandió su cuba libre, cuyo vaso había birlado del último garito
y se lo tiró de lleno al uniforme del que parecía el jefe de la patrulla.
Todos salvo don Equis nos quedamos helados, por motivos
diferentes e individuales. Los segundos de silencio se prolongaron cuando el
agresor sacó de su cartera la credencial del PRI, donde se consignaban sus
datos, su foto y su puesto, tan largo se hizo que nos hubiera dado tiempo a todos de revisarla con detenimiento.
Fue una promesa en firme, un pacto de caballeros el que no
le diría al jefe que el agente olía a alcohol por haber bebido en uniforme y a
horas de servicio, porque si a alguien le iban a creer sin dudar era al
militante del partido en el poder, así que el trato era que nosotros no
entraríamos al bar y ellos amablemente, nos llevarían en la patrulla hasta
nuestra casa sanos, salvos, y todos contentos.
Dimos una dirección con el número intencionadamente equivocado, nos dieron las
buenas noches y luego caminamos rapidito y en silencio una cuadra y media hacia
atrás saludando yo con miedo y mi amigo con cierto cariño a don Équis que
borroso nos saludaba desde la ventanilla trasera de la patrulla con la puerta
entreabierta y que seguramente durmió la mona un par de días hasta volver a sus
dominios nocturnos.
La hora de regreso era intempestiva para un barrio de trabajadores
que se tenía que levantar en poco tiempo al trabajo, noté que ninguna cabecita
se asomaba tras la puerta de enfrente para saludarnos al entrar en casa.
No duramos muchos meses allí, creo que porque no nos va el
poder.
JLVL
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