Ser reputado, prestigioso e influyente en la Colonia Obrera

La Colonia Obrera al final de los 80 era exactamente lo que su nombre prometía.
La escogimos minuciosamente entre otras posibilidades porque tenía una ubicación excelente que nos servía a los dos para desplazarnos a donde el trabajo y la vida social nos llevaba, tenía medios de transporte de todo tipo, cercanos y bien comunicados, un acervo de cultura popular infinito, y era baratísimo el alquiler.
La colonia está perfectamente delimitada por 4 calles que no menciono, porque no tengo interés en que vayas a verificarlo a Google Maps, te salgas de esta narración y me dejes a medias. Tenía creo yo según planos, una forma de rectángulo vertical perfecto, hecho por un urbanista medio borracho al que se le torció un poco la regla hacia la derecha cuando trazaba el plano superior y obtuvo como resultado final un paralelogramo dibujado a mano alzada.
El apartamento era un bajo muy oscuro, bastante húmedo, mal distribuido y muy al alcance de nuestro mísero bolsillo. Lo rellenamos con muebles de aquí y de allá, cualquier cuadro barato que no combinaba, un tapete raro y algún objeto aparentemente funcional; "ecléctico" solíamos decir en vez de pedir disculpas. Bastantes amigos nos visitaron, y casi ninguno se burló abiertamente, pero casi todos notaron que la ventana daba a la pared y los bajantes del edificio posterior.
Poco a poco empezamos a inspeccionar el barrio y nuestras salidas iban ampliando el radio de batidas de reconocimiento. Comenzamos con nuestras vecinas, bueno solo las dos hijas, no llegamos a saber quién más habitaba en la puerta de enfrente, nunca nos invitaron a pasar a pesar que nosotros insistíamos en que ellas entraran al nuestro. Seguramente no apreciaron el buen hacer en cuanto a habitabilidad de nuestro apartamento porque no volvieron, nos saludaban asomando la cabeza desde detrás de su puerta, a lo mejor eran nuestras amistades lo que las echaba para atrás.
Conocimos la tiendita cercana, los primeros puestos de tacos, la tamalera de sábados y domingos, el tianguis, alguna fondita económica que cobraba aparte el hígado de pollo en el caldo, más personas y por último los antros del barrio y un influyente al mismo tiempo.
Yo solía leer las crónicas de Carlos Monsiváis sobre cultura popular y creía que por leerlo ya podía integrarme, como si fuese ciencia infusa, y comentábamos mucho mi amigo y yo que debíamos vivir esa cultura, empezando por pasar de nuestra sana vida a sentir el palpitar de la sangre barriobajera en la que habíamos decidido estar. Los primeros pasos fueron comer tacos cerca de los salones de baile para ver más o menos cómo se vestía la gente, como entraba, cuáles eran los comportamientos adecuados. Luego empezamos las prácticas en casa bebiendo tequila para ver si entonábamos.
Entonces vino el día de la inmersión.
Fuimos a una cantina cercana y pedimos una cerveza sino me equivoco, o tres, o cinco... las pagamos ya medio fumigados; unos cuantos hombres aturdidos a esa hora tardía cabeceaban en sus mesas y o dormitaban sobre la barra mientras el encargado pasaba el trapo rodeando sus cabezas y antebrazos para abarcar la mayor superficie en su limpieza como si trazaran con gis un cadáver reciente. Yo me fui al baño y dejé a mi amigo en la barra.
Cuando volví, el tipo que a nuestra derecha había estado cantando con entusiasmo "devórame otra vez", nos había pagado ya una siguiente ronda de tequila y hablaba casi abrazando a mi colega.
–Este es don Équis– me dijo mi amigo.
–Équis Zzzzeta, Apelliiiido y Apellidooooo, para sedvifte– balbuceó don Équis.
Fue el inicio de una intensísima y corta relación.
La verdad es que yo sentí un poco de miedo, pero su invitación a otra cantina y la promesa de volver a invitar me calmó, porque tenía hambre y era conocido que en la siguiente parada ponían tacos de barbacoa con cada copita.
La primera cantina estaba en un local bastante limpio, aséptico y medianamente familiar. La segunda no tenía nada que ver, en el umbral ya había una figura a medio camino entre persona sentada y estatua realista de un vomitador.
Don Équis no me tomó mucho cariño a mí, pero sí a mi carnal, y si bien yo escuché también todos sus problemas, en realidad se los confiaba a él y a mí me dedicaba una ojeada para saber si aprobaba o no sus discursos acerca del fracaso con sus hijos, con su señora, con su trabajo, con su madre y hasta con sus fantasmas; siempre con la intensión de abandonarme a mí como al penúltimo de su prole y seguir tranquilo con el que ahora llamaba "mi'jo, ¡mi hijo de neeeta ca'!".
A este punto decidió mostrarle a su nuevo vástago su poder en los bajos fondos, enseñarle lo que según él era un apreciado hombre influyente, y nos llevó a un Salón de Baile, creía yo.
Los centinelas que resguardaban la puerta tenían un extraño color debido a las luces de neón rojas, azules  y parpadeantes, eran fuertotes, chaparros y muy respetuosos con don Équis –Licenciaaado, ¡que milagroteee esta semaaana!, ¡ya lo extrañáaabamos mi Lic.!– le declamaban, –Acá con mis hijos– dijo seco don Équis –Pásenle a lo barrido, pásenle, pásenle– y extendieron la mano en la que evidentemente algo recibieron porque nos saltamos la fila.
La cumbia tocada en directo es impresionante, los bajos te retumban, los vientos de metal te taladran los oídos, la melodía te suena muchísimo, pero la voz nunca termina de entenderse. Te sabes la letra nomás por referencias, pero en vivo no distingues en qué parte de la canción va si has llegado a la mitad, con suerte reconoces el estribillo.
La agrupación musical está al frente, con un decorado triste que pretende ambientarte entre platanares, cocoteros, atardeceres lúdicos y sirenas un poco desproporcionadas, el mar en varios niveles según la pared y sobre estas peces espada disecados y medio rotos. Los ventiladores del techo mal iluminado funcionan unos sí y otros no, algunos de los útiles parece que también bailan, si estás sobrio piensas que te van a caer en la cabeza, si has bebido lo suficiente levantas la mano izquierda extendida y te pones la derecha sobre la barriga haciendo circulitos con la cadera, mientras los miras desacompasados.
El dominio de don Équis sobre el alcohol que ingería y sobre la gente a la que se dirigía era elogiable, porque entre más pedo estaba, más seguro se sentía aunque estuviera a punto de caerse y la baba resultara más difícil de contener. Su traje era lustroso y el ancho de su corbata un poco excesivo, pero a las señoras de aquél garito supongo que les resultaba atractivo, porque no hacían más que acercarse a él bamboleando mucho las carnes poco expuestas, no enseñaban mucho pero sí que lo mostrado lo arrimaban demasiado al Lic. que les saludaba por sobrenombre a cada una de ellas, incluso inventándose alguno que ellas corregían a continuación.
Mi intuición y las evidencias sobre el campo me hicieron concluir que eran lo que se denominaba "ficheras". Pero yo creía entonces que todo era más sórdido, que se intercambiaban fichas por dinero y que directamente se establecía un contrato ilegal a cambio de contacto carnal, frío, insano, ilegal y despreciable. Sin embargo al menos en aquél lugar y en el siguiente, lo que más se hacía era bailar danzón con mucha verdad, revolotear cumbias prometentes y arrejuntarse más con la Salsa, luego perdía de vista las parejas, bien porque el emparejamiento se deshacía, bien porque iban a algún lugar indeterminado para buscar la letra de la cumbia, supongo.
Tanta luz estroboscópica, tanto volumen, tanta gente, a mí me han aturdido siempre, huyo de las aglomeraciones, me salgo de los restaurantes ruidosos o no me presento a las reuniones multitudinarias, así que no puedo dar más detalles de aquellos lugares porque pierdo las referencias, me encierro en mí mismo y simplemente asiento con la cabeza si alguien me dice algo, sin importar el contenido. Lo que es seguro es que don Equis, susurrándole a media lengua y muy cerca del oído al hijastro recién adquirido, le propuso una última parada en un exclusivo bar muy cerquita, según su poco estable estado. Fuimos allá con mi carota de espanto y caminamos un montón equivocándonos varias veces de esquina.
Ya no tenía que demostrar que era influyente, estaba claro que su nombre y su cartera eran respetadísimos en los ambientes nocturnos de la Obrera, pero tuvo a bien ir un paso más allá, a nivel político, a niveles de poder nunca imaginados por mí.
Esta vez eran unos verdaderos gorilas los que custodiaban la entrada, muy seriotes, muy profesionales y nos impedían el paso, porque don Équis no dejaba de balancearse pasos a la derecha, pasos a la izquierda y tres saltitos pa'trás, como si fuera una coreografía, y nos advirtieron que llamarían a la policía si no abandonábamos el frontispicio, habríamos podido entrar con cierta facilidad al local si don Équis no resultara tan bailón, porque sí que lo habían reconocido y saludado, pero él no era capaz de acertar su mano contra la de aquellos primates y ungirlos con su mágico ungüento.
Levantó la voz demasiado para mi gusto y para la de los guardianes de tan fino recinto, que hicieron efectiva su llamada de auxilio que terminó con la presencia de la autoridad competente que casi nos embiste con la patrulla y que terminó echándonos las luces largas a los tres. A mí se me encogieron los labios hasta el punto de no poder articular palabras como me pasa cada vez que tengo mucho miedo, a mi amigo creo que le divertía y a don Équis le envalentonó en demasía aquella afrenta. Los policías de uniforme nos informaron de las infracciones pertinentes, nos acorralaron hasta un cierto punto en el que no tendríamos escapatoria salvo la de un buen soborno y el nuevo padre putativo usó su argumento estrella y su salvoconducto a la libertad –¡Oficial, usted no sabe con quién está hablando!–le gritó.
Lo que siguió no fue una conversación, ellos decían cosas y el otro respondía a gritos con otras que no tenían nada que ver, terminó amenazándolos con perder el trabajo y hablar directamente con el jefe, primero presumió de su amistad con un capitán de la policía, con el delegado del Gobierno y por último con su influencia en la Procuraduría y el Estado Mayor Presidencial. Los policías pusieron toda su resistencia, incluso algún argumento cierto sobre su comportamiento y las faltas a la moral, etc., hasta que don Equis blandió su cuba libre, cuyo vaso había birlado del último garito y se lo tiró de lleno al uniforme del que parecía el jefe de la patrulla.
Todos salvo don Equis nos quedamos helados, por motivos diferentes e individuales. Los segundos de silencio se prolongaron cuando el agresor sacó de su cartera la credencial del PRI, donde se consignaban sus datos, su foto y su puesto, tan largo se hizo que nos hubiera dado tiempo a todos de revisarla con detenimiento.
Fue una promesa en firme, un pacto de caballeros el que no le diría al jefe que el agente olía a alcohol por haber bebido en uniforme y a horas de servicio, porque si a alguien le iban a creer sin dudar era al militante del partido en el poder, así que el trato era que nosotros no entraríamos al bar y ellos amablemente, nos llevarían en la patrulla hasta nuestra casa sanos, salvos, y todos contentos.
Dimos una dirección con el número intencionadamente equivocado, nos dieron las buenas noches y luego caminamos rapidito y en silencio una cuadra y media hacia atrás saludando yo con miedo y mi amigo con cierto cariño a don Équis que borroso nos saludaba desde la ventanilla trasera de la patrulla con la puerta entreabierta y que seguramente durmió la mona un par de días hasta volver a sus dominios nocturnos.
La hora de regreso era intempestiva para un barrio de trabajadores que se tenía que levantar en poco tiempo al trabajo, noté que ninguna cabecita se asomaba tras la puerta de enfrente para saludarnos al entrar en casa.
No duramos muchos meses allí, creo que porque no nos va el poder.
JLVL

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