Ecatepec de Morelos. Cálmate, para, frena… deja tu idea, abandona esa imagen y escúchame:
Ecatepec. Un valle enorme, sembradíos interrumpidos por el “Cerro Gordo”, mordisqueado inexplicablemente por un lado… un canal de aguas negras con enorme espuma blanca que emanaba y volvía a la fábrica de sosa cáustica, sobre el que pasaba un puente colgante medio desvencijado con la advertencia poco clara de que podría romperse.
Zonas habitacionales bastante grandes, nuevas y mal hechas que se unían por una carretera principal, pasando por el centro de San Cristobal, otra carretera bordeante de dos carriles que llamábamos “la 30-30”, como las armas de la Revolución, más maizales, el cerro de la cruz, la “Y griega” que unía las dos carreteras y que terminarían en una sola vía hasta Lechería. Más maizales, otros centros urbanos como Coacalco, Villa, Prados, Granjas, el supermercado “La Comercial” en medio de la nada pero en el punto de la desviación a todos lados. Servía de bifurcación de la carretera hacia “la primera” o “la segunda”, nuevas infraestructuras para unir a miles de personas tan lejanas y tan cercanas, que suplía los antiguos caminos de tierra o de empedrado, escoltados por pirules y girasoles.
Generalmente verde el campo, aunque con plantas miserables, flores pequeñas pero coloridas, bichos, muchos insectos inocuos y felices; mayates, cara de niño, chapulines verdes, ratones viejos, escarabajos de todo tipo, catarinas de cualquier tamaño y color. Miles de metros libres de civilización, bastaba caminar poco hasta el fondo de tu centro urbano y abandonar cualquier rastro de cemento.
El alumbrado público terminaba justo en la última esquina, y nos parecía muy divertido romper aquél farol a pedradas, porque así podían ir de nuevo los jóvenes mayores a fumar y poner música en sus aparatos a pilas, chavos que como los vampiros huían de la luz. Una esquina alumbrada, era una esquina vacía. Bailaban y cantaban desgañitándose con risotadas. Nosotros agazapados nos ruborizábamos cuando veíamos besarse a una pareja, o apuntábamos los nombres o apodos de los que fumaban, para contarlo en cuanto se diera la ocasión.
Los domingos sobre aquella misma carretera medio asfaltada, medio llena de baches, se ponía el mercado sobre ruedas con unos cuantos puestos; fruta exquisita, fresca, jícamas, mangos, melones, pepinos, con buenas dosis de chile piquín.
El de los tamales al inicio, el de los elotes y esquites al final, por medio, una señora un poco más indígena que nosotros con un humildísimo puesto de chicles, dulces y baratísimos muñecos de plástico, soldaditos en posiciones de ataque y alguno muriente, dinosaurios, ratas de plástico blando, tarántulas de goma barata y descolorida, unas serpientes fantásticas hechas de trozos de caña y unidas sus piezas con alambre, que se balanceaban cuando las agarrabas de la rígida cola. De la cabeza bastante mal terminada salía un cacho de lata en forma de lengua bífida que sin duda hoy estaría prohibida por la Secretaría de Sanidad. Los atrapadedos era unas de las mejores cosas; por cada ramita de palma natural, otra coloreada de morado, rosa mexicano, azul etc. La seño nos fiaba, nos fiaba siempre y esperaba siempre que le pagáramos de verdad, pero en sus cálculos entraba el fraude; así que las bolsitas con 20 soldaditos llevaban ya un sobreprecio. No obstante tarde o temprano pagábamos. A mí me tenía bien calado, porque mis ojos eran bastante identificables, así que no tenía escapatoria de la deuda jamás, me recordaba perfectamente, a mí y a los pedidos que hacía delante del humilde hule en que tendía con su misérrima oferta y que nos fascinaba cada ocho días.
Llegaba poco a poco la modernidad, en el primer desnivel de la carretera, justo al inicio, construyeron un centro comercial que constaba de un supermercado pequeñito y dos locales al lado, con un estacionamiento de tierra enfrente, los dos locales dieron para mucho, un concesionario de coches que podía exponer dos o tres de segunda mano, una tintorería, una papelería, una farmacia que finalmente se mudó a la esquina de enfrente debido a las goteras y al alquiler más barato del nuevo. Conocíamos a los dependientes por nombre y nos saludábamos todos.
Oía contar todas las historias del vecindario en la pequeña cola del súper, en la cola de la tortillería que estaba en la calle trasera, una de las menos alumbradas pero más bonitas con sus pirules torcidos y frondosos.
Al fondo, lindando con la 30-30, los niños sacábamos de la tierra puntas de flecha de obsidiana, pensando que eran baratijas, y el juego consistía en que aquél baldío había sido un cementerio indio (que era una tontería), donde habían sido enterrados guerreros aztecas y sus armas, y nos poníamos a escarbar desaforadamente hasta dejar el predial sin yerbas y con muchos agujeros.
En Ecatepec, si algo sobraba eran sonrisas y faltaba casi de todo. Escuchaba a los mayores y sus planes de negocio. De cualquier cosa se decía “va a funcionar”, un puesto de garnachas, una vidriería, varias taquerías, un taller de bicicletas… incluso había un señor que reparaba los instrumentos de los cilindreros del D.F., vivía casi al fondo, en las últimas casitas de una sola planta hecha con tabiques y pintados con cal por fuera. Estaba generalmente borracho y me daba la impresión que desde que pasaban por sus manos los cilindros quedaban para siempre desafinados, porque no he tenido la fortuna jamás de escuchar uno que sonara con cierta dignidad.
Los camioneros hacían un largo recorrido desde las colonias más lejanas hasta los Indios Verdes en el Distrito Federal donde conectábamos con la última de las estaciones de metro que podían a su vez portarte hasta el otro extremo en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Nos llevaba no menos de 40 minutos el camino a la Ciudad, y nos entreteníamos en sumar los números impresos en los boletos para ver si sumábamos 21 al final, no sé porqué, pero era interesantísimo. Cuando juntabas varios boletos con 21 los ponías en la portada de tu cuaderno plastificado humildemente con sujeciones de diurex, nomás pa presumir.
Era todo una especie de querer y no poder, día a día nos hacíamos de las comodidades de la ciudad, pero caminando un poco, te encontrabas en un pueblo, ir a la Iglesia de San Cristobal era asomarte a un engendro extraordinario, porque las calles estaban iluminadas y asfaltada la avenida principal, pero sin embargo la plaza frente a dicha iglesia, tenía todo de campirano; su quiosco, sus bancas de hierro fundido, las farolas, que muy modernas tenían ya aquellas lámparas amarillentas y las plantitas moribundas. Un merolico siempre al acecho, y mucha gente platicando mientras caminaba, puestos de tacos de canasta y algún vendedor de algodón de azúcar.
Casi haciendo esquina, el palacio de Gobierno, con oficinas llenas de luces de neón donde la gente hacía cola, bastante deprimida porque los trámites eran largos, y siempre faltaba un papel.
Al salir de la plaza camino a la salida de la carretera, algún emprendedor puso una tienda de alquiler de videos. Mis amiguitos y yo nos las arreglamos para hacer socio al mayor de nosotros y alquilamos una película “para adultos”, que pensándolo ahora, tampoco era transgresora ni nada. La vimos todos juntos súper nerviosos y nos quedamos con cara de tontos porque no habíamos entendido nada y tampoco habíamos visto nada sino alguna insinuación, con la que el mayor solo sonreía y nosotros lo imitábamos por vergüenza. Tanta que finalmente no devolvimos la película. La enterramos cerca del cementerio indio falso y semanas más tarde nuestros padres nos regañaron muchísimo y seguramente pagaron por aquella cinta que el propietario del videoclub pudo rastrear.
Aquél lugar era tan seguro, que el día que me solté de la mano de mi mamá en el mercado sobre ruedas de “Fuentes de Ecatepec”, otro de los barrios satélites, alguien me tomó de la mano y me llevó hasta mi tía que vivía más lejos. La confusión se debía a que su hijo y yo éramos muy parecidos y de la misma edad; mi madre y la suya eran rubias y de ojos clarísimos, y nuestros padres eran idénticos, morenos y vecinos.
Mis hermanas, y todas las chicas, salían a jugar al basketball, a patinar, a reunirse en los pocos espacios abiertos sin temor, salvo el de que te regañaran si volvías tarde a casa. Prohibida estaba la esquina de los teporochos y poco más… la misma a la que le reventábamos el foco.
Aurora y Aidé, eran las propietarias de la papelería de la esquina de mi casa. Era difícil saber cuál era cuál, así que indistintamente las llamábamos Aidora. Mira por dónde muchos años después entendí que eran pareja y habían emprendido un negocio juntas. Duró varios años y luego cerraron, desconozco las razones, pero seguro que no fue ni por miedo, ni por prejuicios de la gente, ni por inseguridad. Nadie, nunca, jamás, hizo una pintada, ni las agredió, ni las boicotearon. Las Aidoras estaban simplemente allí, daban un buen servicio y eran conocidas y respetadas por todos.
Nuestro orgullo local era el edificio donde habían colgado la cabeza de don José María Morelos y Pavón (Héroe de la Patria) después de matarlo. Era un poco lejos de mi casa y podíamos ir en autobús a precio módico en 15 minutos, o en bici desvencijada por la 30-30 a la que le faltaba un trozo en medio, pero hacía más aventurada la travesía y solo se tardaba 40 minutos pedaleando.
Llegábamos enfrente y especulábamos sobre dónde estaría colgada aquella especie de jaula de pájaros con la cabeza sangrante dentro, siempre arriba de la primera planta. Los mayores decían que no había tal y que la cabeza estaba colgada de un gancho de carnicero bajo las lámparas de hierro, porque si no, no podía saberse que era él. Mi opinión era que estaba feo que se le viera la garganta por debajo, porque además, bastaba que le dejaran el pañuelo sobre la calva y todo mundo lo reconocería, porque lo había visto en las monedas y los billetes. No cabe aclarar que mi teoría era equivocada. El homenaje numismático fue posterior, evidentemente.
Cuando llevábamos a algún amigo nuevo a ver el sitio, empezábamos disimuladamente a divagar sobre el cuerpo, porque la cabeza del prócer estaba arriba, y preguntábamos al recién agregado; ¿Sabes dónde está el cuerpo? –¿Dónde?– Preguntaba él iluso, –allá– señalábamos a algún sitio, y cuando giraba las cabeza le pegábamos todos en la nuca, reíamos y corríamos a la bici para regresar a casa con él detrás mentándonos la madre. Todos felices.
Nos tirábamos en el campo a ver las nubes, nos metíamos en cualquier montículo a capturar insectos, por la noche mirábamos el cerro de la cruz frente a casa por si veíamos a alguien subiendo con una antorcha y apostábamos por si llegaba a la cúspide o regresaba. Estábamos en la oscuridad, sentados, hablando, riendo, acercándonos donde los adultos hablaban, se detenían, se saludaban.
Respetábamos las botellas de leche frente a las puertas y no se nos ocurría entrar en las casas abiertas, salvo que ya llevaran mucho tiempo sin nadie dentro y nos atrevíamos a buscar fantasmas, cosa que nunca encontramos.
En verdad, de lo único que había que temer, era de los camioneros, más de los que venían de Indios Verdes que de los que regresaban desde Coacalco, Villa, Prados Granjas, la Comercial, etc., aunque eran los mismos.
Había 2 compañías de autobuses: Los “Ecatepec” pintados de acero, café, verde y crema, y los “Tultepec”, de verde negro y azul. En la flota de los primeros, había al menos un par de “Ballenas”, autobuses bastante nuevos y con unos amortiguadores tan eficientes que se bamboleaban despasito con los baches enormes, y los cristales grandotes tenían una tintura tendiente al verde muy leve.
Los “Tultepec” eran más recios, más sonoros y más maleducados. Digo los camiones por su presentación. Tanto el chofer como el cobrador eran en ambos casos, de los que había que sospechar por igual. Solían dejarle el asiento trasero del puesto de mando a mis hermanas, mis vecinas, mis primas y a cualquier chica joven. Lo apartaban con una cuerdecita que retiraban gentilmente en cuanto ellas abordaban.
El cobrador me dejaba boquiabierto, tenía una argolla enorme en la mano, con un montón de boletos de varios colores y su respectiva numeración, cuya función se desconoce hasta la fecha, pero como ya dije, el objetivo real era que nosotros sumáramos los dígitos hasta conseguir el 21 del monto total.
Además de sostener el boletaje enorme, tenían la habilidad de doblar por la mitad horizontal los billetes que acaparaban y sostenerlos con maestría en el dedo medio, anular e índice de la mano izquierda (si eran diestros), una bolsita de cuero colgando de su cinturón lleno de monedas, y otras tantas de estas en columna, sujetadas con precisión en la mano derecha entre la palma y el soporte del dedo anular y el medio. Esta pequeña columna era importantísima, porque servía de reclamo para cobrarte, pera despertarte, o para llamar la atención cuando gritaba a la calle, colgado con la mano izquierda del barrote exterior de la puerta delantera, con el cuerpo haciendo como si fuera a suicidarse tirándose a la calle y gritar: “¡Viiilla,-Prados,-Granjas,-la Comercial-por la segundaaaa,-hay lugares-hay lugareeees!” (aunque no los hubiera) ¡crish, crish crish!, hacían las moneditas.
Había que desconfiar porque eran de fuera.
También porque podían ser vengativos y nosotros sabíamos que cuando les tirábamos cuetes y otros fuegos artificiales a las ventanas, o a la puerta abierta cuando pasaban frente a casa o debajo del puente peatonal, no les habría gustado demasiado y podían reconocernos.
Teníamos al borrachito, al tonto del pueblo, la Colonia de los más pudientes, la de los más pobres, de los comerciantes, escuelas, descampados, maizales, riachuelo, amas de casa, trabajadores, cientos de niños en las calles, señoras de Iglesia, deportistas, funcionarios, Monumento nacional, Iglesia, plaza, autobuses, televisiones y cada vez más modernidades.
Teotihuacán estaba bastante cercano y pudimos llegar varias veces hasta allí en bici, siguiendo las canalizaciones de los regadíos… Vivíamos en la calle y todo aquel verde, la lluvia, el viento y el polvo solo auguraban el bien, solo podría llegar progreso, porque la parte de la convivencia, la seguridad, la camaradería, las posadas, el día de muertos, el mercado, la fiesta patronal, e incluso las elecciones, estaba dominado por gente nueva, de carácter, amistosa, comprensiva, platicadora y muy solidaria.
En Ecatepec nadie estaba solo. Si había algún altercado, la gente acudía a resolver, si alguien pedía ayuda encontraba respuesta.
No sé qué pasó, hace decenas de años que no estoy allí. No es mi barrio de nacimiento, no es ni mi ciudad, ni siquiera viví demasiado tiempo allí. Pero esa periferia estaba llena de gente trabajadora, lo mejor de los recién llegados y lo más selecto de los antiguos lugareños.
Cada vez que leo noticias de este lugar tan llenas de violencia, respiro profundo, me cargo los ojos y vuelvo a ver al cobrador con más coraje. No pudo ser desde adentro, tuvieron que ser ellos.
JLVL
Zonas habitacionales bastante grandes, nuevas y mal hechas que se unían por una carretera principal, pasando por el centro de San Cristobal, otra carretera bordeante de dos carriles que llamábamos “la 30-30”, como las armas de la Revolución, más maizales, el cerro de la cruz, la “Y griega” que unía las dos carreteras y que terminarían en una sola vía hasta Lechería. Más maizales, otros centros urbanos como Coacalco, Villa, Prados, Granjas, el supermercado “La Comercial” en medio de la nada pero en el punto de la desviación a todos lados. Servía de bifurcación de la carretera hacia “la primera” o “la segunda”, nuevas infraestructuras para unir a miles de personas tan lejanas y tan cercanas, que suplía los antiguos caminos de tierra o de empedrado, escoltados por pirules y girasoles.
Generalmente verde el campo, aunque con plantas miserables, flores pequeñas pero coloridas, bichos, muchos insectos inocuos y felices; mayates, cara de niño, chapulines verdes, ratones viejos, escarabajos de todo tipo, catarinas de cualquier tamaño y color. Miles de metros libres de civilización, bastaba caminar poco hasta el fondo de tu centro urbano y abandonar cualquier rastro de cemento.
El alumbrado público terminaba justo en la última esquina, y nos parecía muy divertido romper aquél farol a pedradas, porque así podían ir de nuevo los jóvenes mayores a fumar y poner música en sus aparatos a pilas, chavos que como los vampiros huían de la luz. Una esquina alumbrada, era una esquina vacía. Bailaban y cantaban desgañitándose con risotadas. Nosotros agazapados nos ruborizábamos cuando veíamos besarse a una pareja, o apuntábamos los nombres o apodos de los que fumaban, para contarlo en cuanto se diera la ocasión.
Los domingos sobre aquella misma carretera medio asfaltada, medio llena de baches, se ponía el mercado sobre ruedas con unos cuantos puestos; fruta exquisita, fresca, jícamas, mangos, melones, pepinos, con buenas dosis de chile piquín.
El de los tamales al inicio, el de los elotes y esquites al final, por medio, una señora un poco más indígena que nosotros con un humildísimo puesto de chicles, dulces y baratísimos muñecos de plástico, soldaditos en posiciones de ataque y alguno muriente, dinosaurios, ratas de plástico blando, tarántulas de goma barata y descolorida, unas serpientes fantásticas hechas de trozos de caña y unidas sus piezas con alambre, que se balanceaban cuando las agarrabas de la rígida cola. De la cabeza bastante mal terminada salía un cacho de lata en forma de lengua bífida que sin duda hoy estaría prohibida por la Secretaría de Sanidad. Los atrapadedos era unas de las mejores cosas; por cada ramita de palma natural, otra coloreada de morado, rosa mexicano, azul etc. La seño nos fiaba, nos fiaba siempre y esperaba siempre que le pagáramos de verdad, pero en sus cálculos entraba el fraude; así que las bolsitas con 20 soldaditos llevaban ya un sobreprecio. No obstante tarde o temprano pagábamos. A mí me tenía bien calado, porque mis ojos eran bastante identificables, así que no tenía escapatoria de la deuda jamás, me recordaba perfectamente, a mí y a los pedidos que hacía delante del humilde hule en que tendía con su misérrima oferta y que nos fascinaba cada ocho días.
Llegaba poco a poco la modernidad, en el primer desnivel de la carretera, justo al inicio, construyeron un centro comercial que constaba de un supermercado pequeñito y dos locales al lado, con un estacionamiento de tierra enfrente, los dos locales dieron para mucho, un concesionario de coches que podía exponer dos o tres de segunda mano, una tintorería, una papelería, una farmacia que finalmente se mudó a la esquina de enfrente debido a las goteras y al alquiler más barato del nuevo. Conocíamos a los dependientes por nombre y nos saludábamos todos.
Oía contar todas las historias del vecindario en la pequeña cola del súper, en la cola de la tortillería que estaba en la calle trasera, una de las menos alumbradas pero más bonitas con sus pirules torcidos y frondosos.
Al fondo, lindando con la 30-30, los niños sacábamos de la tierra puntas de flecha de obsidiana, pensando que eran baratijas, y el juego consistía en que aquél baldío había sido un cementerio indio (que era una tontería), donde habían sido enterrados guerreros aztecas y sus armas, y nos poníamos a escarbar desaforadamente hasta dejar el predial sin yerbas y con muchos agujeros.
En Ecatepec, si algo sobraba eran sonrisas y faltaba casi de todo. Escuchaba a los mayores y sus planes de negocio. De cualquier cosa se decía “va a funcionar”, un puesto de garnachas, una vidriería, varias taquerías, un taller de bicicletas… incluso había un señor que reparaba los instrumentos de los cilindreros del D.F., vivía casi al fondo, en las últimas casitas de una sola planta hecha con tabiques y pintados con cal por fuera. Estaba generalmente borracho y me daba la impresión que desde que pasaban por sus manos los cilindros quedaban para siempre desafinados, porque no he tenido la fortuna jamás de escuchar uno que sonara con cierta dignidad.
Los camioneros hacían un largo recorrido desde las colonias más lejanas hasta los Indios Verdes en el Distrito Federal donde conectábamos con la última de las estaciones de metro que podían a su vez portarte hasta el otro extremo en la Universidad Nacional Autónoma de México.
Nos llevaba no menos de 40 minutos el camino a la Ciudad, y nos entreteníamos en sumar los números impresos en los boletos para ver si sumábamos 21 al final, no sé porqué, pero era interesantísimo. Cuando juntabas varios boletos con 21 los ponías en la portada de tu cuaderno plastificado humildemente con sujeciones de diurex, nomás pa presumir.
Era todo una especie de querer y no poder, día a día nos hacíamos de las comodidades de la ciudad, pero caminando un poco, te encontrabas en un pueblo, ir a la Iglesia de San Cristobal era asomarte a un engendro extraordinario, porque las calles estaban iluminadas y asfaltada la avenida principal, pero sin embargo la plaza frente a dicha iglesia, tenía todo de campirano; su quiosco, sus bancas de hierro fundido, las farolas, que muy modernas tenían ya aquellas lámparas amarillentas y las plantitas moribundas. Un merolico siempre al acecho, y mucha gente platicando mientras caminaba, puestos de tacos de canasta y algún vendedor de algodón de azúcar.
Casi haciendo esquina, el palacio de Gobierno, con oficinas llenas de luces de neón donde la gente hacía cola, bastante deprimida porque los trámites eran largos, y siempre faltaba un papel.
Al salir de la plaza camino a la salida de la carretera, algún emprendedor puso una tienda de alquiler de videos. Mis amiguitos y yo nos las arreglamos para hacer socio al mayor de nosotros y alquilamos una película “para adultos”, que pensándolo ahora, tampoco era transgresora ni nada. La vimos todos juntos súper nerviosos y nos quedamos con cara de tontos porque no habíamos entendido nada y tampoco habíamos visto nada sino alguna insinuación, con la que el mayor solo sonreía y nosotros lo imitábamos por vergüenza. Tanta que finalmente no devolvimos la película. La enterramos cerca del cementerio indio falso y semanas más tarde nuestros padres nos regañaron muchísimo y seguramente pagaron por aquella cinta que el propietario del videoclub pudo rastrear.
Aquél lugar era tan seguro, que el día que me solté de la mano de mi mamá en el mercado sobre ruedas de “Fuentes de Ecatepec”, otro de los barrios satélites, alguien me tomó de la mano y me llevó hasta mi tía que vivía más lejos. La confusión se debía a que su hijo y yo éramos muy parecidos y de la misma edad; mi madre y la suya eran rubias y de ojos clarísimos, y nuestros padres eran idénticos, morenos y vecinos.
Mis hermanas, y todas las chicas, salían a jugar al basketball, a patinar, a reunirse en los pocos espacios abiertos sin temor, salvo el de que te regañaran si volvías tarde a casa. Prohibida estaba la esquina de los teporochos y poco más… la misma a la que le reventábamos el foco.
Aurora y Aidé, eran las propietarias de la papelería de la esquina de mi casa. Era difícil saber cuál era cuál, así que indistintamente las llamábamos Aidora. Mira por dónde muchos años después entendí que eran pareja y habían emprendido un negocio juntas. Duró varios años y luego cerraron, desconozco las razones, pero seguro que no fue ni por miedo, ni por prejuicios de la gente, ni por inseguridad. Nadie, nunca, jamás, hizo una pintada, ni las agredió, ni las boicotearon. Las Aidoras estaban simplemente allí, daban un buen servicio y eran conocidas y respetadas por todos.
Nuestro orgullo local era el edificio donde habían colgado la cabeza de don José María Morelos y Pavón (Héroe de la Patria) después de matarlo. Era un poco lejos de mi casa y podíamos ir en autobús a precio módico en 15 minutos, o en bici desvencijada por la 30-30 a la que le faltaba un trozo en medio, pero hacía más aventurada la travesía y solo se tardaba 40 minutos pedaleando.
Llegábamos enfrente y especulábamos sobre dónde estaría colgada aquella especie de jaula de pájaros con la cabeza sangrante dentro, siempre arriba de la primera planta. Los mayores decían que no había tal y que la cabeza estaba colgada de un gancho de carnicero bajo las lámparas de hierro, porque si no, no podía saberse que era él. Mi opinión era que estaba feo que se le viera la garganta por debajo, porque además, bastaba que le dejaran el pañuelo sobre la calva y todo mundo lo reconocería, porque lo había visto en las monedas y los billetes. No cabe aclarar que mi teoría era equivocada. El homenaje numismático fue posterior, evidentemente.
Cuando llevábamos a algún amigo nuevo a ver el sitio, empezábamos disimuladamente a divagar sobre el cuerpo, porque la cabeza del prócer estaba arriba, y preguntábamos al recién agregado; ¿Sabes dónde está el cuerpo? –¿Dónde?– Preguntaba él iluso, –allá– señalábamos a algún sitio, y cuando giraba las cabeza le pegábamos todos en la nuca, reíamos y corríamos a la bici para regresar a casa con él detrás mentándonos la madre. Todos felices.
Nos tirábamos en el campo a ver las nubes, nos metíamos en cualquier montículo a capturar insectos, por la noche mirábamos el cerro de la cruz frente a casa por si veíamos a alguien subiendo con una antorcha y apostábamos por si llegaba a la cúspide o regresaba. Estábamos en la oscuridad, sentados, hablando, riendo, acercándonos donde los adultos hablaban, se detenían, se saludaban.
Respetábamos las botellas de leche frente a las puertas y no se nos ocurría entrar en las casas abiertas, salvo que ya llevaran mucho tiempo sin nadie dentro y nos atrevíamos a buscar fantasmas, cosa que nunca encontramos.
En verdad, de lo único que había que temer, era de los camioneros, más de los que venían de Indios Verdes que de los que regresaban desde Coacalco, Villa, Prados Granjas, la Comercial, etc., aunque eran los mismos.
Había 2 compañías de autobuses: Los “Ecatepec” pintados de acero, café, verde y crema, y los “Tultepec”, de verde negro y azul. En la flota de los primeros, había al menos un par de “Ballenas”, autobuses bastante nuevos y con unos amortiguadores tan eficientes que se bamboleaban despasito con los baches enormes, y los cristales grandotes tenían una tintura tendiente al verde muy leve.
Los “Tultepec” eran más recios, más sonoros y más maleducados. Digo los camiones por su presentación. Tanto el chofer como el cobrador eran en ambos casos, de los que había que sospechar por igual. Solían dejarle el asiento trasero del puesto de mando a mis hermanas, mis vecinas, mis primas y a cualquier chica joven. Lo apartaban con una cuerdecita que retiraban gentilmente en cuanto ellas abordaban.
El cobrador me dejaba boquiabierto, tenía una argolla enorme en la mano, con un montón de boletos de varios colores y su respectiva numeración, cuya función se desconoce hasta la fecha, pero como ya dije, el objetivo real era que nosotros sumáramos los dígitos hasta conseguir el 21 del monto total.
Además de sostener el boletaje enorme, tenían la habilidad de doblar por la mitad horizontal los billetes que acaparaban y sostenerlos con maestría en el dedo medio, anular e índice de la mano izquierda (si eran diestros), una bolsita de cuero colgando de su cinturón lleno de monedas, y otras tantas de estas en columna, sujetadas con precisión en la mano derecha entre la palma y el soporte del dedo anular y el medio. Esta pequeña columna era importantísima, porque servía de reclamo para cobrarte, pera despertarte, o para llamar la atención cuando gritaba a la calle, colgado con la mano izquierda del barrote exterior de la puerta delantera, con el cuerpo haciendo como si fuera a suicidarse tirándose a la calle y gritar: “¡Viiilla,-Prados,-Granjas,-la Comercial-por la segundaaaa,-hay lugares-hay lugareeees!” (aunque no los hubiera) ¡crish, crish crish!, hacían las moneditas.
Había que desconfiar porque eran de fuera.
También porque podían ser vengativos y nosotros sabíamos que cuando les tirábamos cuetes y otros fuegos artificiales a las ventanas, o a la puerta abierta cuando pasaban frente a casa o debajo del puente peatonal, no les habría gustado demasiado y podían reconocernos.
Teníamos al borrachito, al tonto del pueblo, la Colonia de los más pudientes, la de los más pobres, de los comerciantes, escuelas, descampados, maizales, riachuelo, amas de casa, trabajadores, cientos de niños en las calles, señoras de Iglesia, deportistas, funcionarios, Monumento nacional, Iglesia, plaza, autobuses, televisiones y cada vez más modernidades.
Teotihuacán estaba bastante cercano y pudimos llegar varias veces hasta allí en bici, siguiendo las canalizaciones de los regadíos… Vivíamos en la calle y todo aquel verde, la lluvia, el viento y el polvo solo auguraban el bien, solo podría llegar progreso, porque la parte de la convivencia, la seguridad, la camaradería, las posadas, el día de muertos, el mercado, la fiesta patronal, e incluso las elecciones, estaba dominado por gente nueva, de carácter, amistosa, comprensiva, platicadora y muy solidaria.
En Ecatepec nadie estaba solo. Si había algún altercado, la gente acudía a resolver, si alguien pedía ayuda encontraba respuesta.
No sé qué pasó, hace decenas de años que no estoy allí. No es mi barrio de nacimiento, no es ni mi ciudad, ni siquiera viví demasiado tiempo allí. Pero esa periferia estaba llena de gente trabajadora, lo mejor de los recién llegados y lo más selecto de los antiguos lugareños.
Cada vez que leo noticias de este lugar tan llenas de violencia, respiro profundo, me cargo los ojos y vuelvo a ver al cobrador con más coraje. No pudo ser desde adentro, tuvieron que ser ellos.
JLVL
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