La teoría de cuerdas, explicada con borrachos

Después de once meses de la publicación de mi último libro de poesía, pasé a la oficina y recogí mis 37 dólares de derechos de autor. La publicación era un fracaso absoluto, mi vida era despreciable y poca cosa, a pesar de haber plasmado allí lo más profundo de mi desgracia.
Me senté en el banco a “tlachintear”, como decíamos los jóvenes de hace décadas en Tepoztlán, que consiste en sentarse, mirar y criticar a los que caminan por allí. Hace ya tiempo que había dejado la casa señorial al pie del cerro del Tepozteco y me trasladé al centro, cerca de la Catedral, donde paradójicamente vivimos los más miserables.
En la plaza, estaba el consueto grupo de borrachines que compartían la garrafa de pulque, no me encanta, pero si quería beber algo, era la mejor opción. Altamente alcohólico y casi gratis, el pacto no escrito es hablar con todos, escuchar mucho y no estar chingando. Basta sentarte decidido y presentarte, aguantar unos minutos y recibir la primera invitación a beber.
–¡Ya tás muerta pa mí!– dijo Fidencia, la primera que escuché.
–¡No’cierto!–, contestó Desideria. Y recordé el último programa de difusión científica que vi antes de que me cortaran la televisión por cable sobre la teoría de cuerdas, que no comprendí bien, pero que ahora se me revelaba con nitidez; los mundos análogos e infinitos.
–¡Que ya te morítes cabrona!–
–¡Que aquístoy, hija de la chingaaada!– contestó visiblemente encabronada y alcoholizada, –¡además hace un chingo de tiempo ca’h!
–¡No maaanchen!– terció Cándido, el otro beodo del grupo al que simplemente le agobiaban los gritos y tanto signo de exclamación.
Fidencia jugueteaba su larga y negra trenza que desbordaba por su hombro derecho hasta su regazo, deshacía la punta, bebía de su vaso de plástico, se le escurría un poco del baboso líquido por la comisura y recomponía la trenza muy nerviosa. Desideria miraba al cielo de vez en cuando, y luego cerraba los ojos como para vomitar, se le doblaba un poco el cuello hacia abajo y volvía a mirar al cielo.
–Pinchi Fide. Ya estuvo güey… ya chole, ya’stá pinchi Fideee. ¿No ves que no’stoy calaca?
–Pa mí sí Desi, y ya sabes que ende’ntoncis güey, tás muerta tú y el pendejo de Juvencio.
–El Juvencio t’a allí tirado no lo vites?, desde antier que está allí tirado, junto al quiosco. Yo tampoco lo quiero Fidencia, ¡que la chingada!, si jue nomás un ratito, jue hace un resto, jue sin quereeeer Fideeee!. No me digas eso que entóns sí estoy muerta.
–Que estás mueeeerta Desideria… mueeerta.
Cándido se medio despertó con el último cruce de acusaciones y se atrevió a alegar –Juvencio a lo mejor, porque está retieso, ayer le convidé pulquito y nomás se le escurrió en el hocico, ni abrió la boca, ni las gracias me dio. Pero a Desi la estoy viendo, a este güey de los anteojos y a ti también. O estamos todos con patas de catre, o estamos todos aquí, ¡pinchis viejas briagas!.
Terminé el buche de mi cuarto vasito de plástico, me limpié lo escurrido en el bigote, y con media lengua pastosa les expliqué que sí era posible, que en algún momento pasaron cosas que cada una vivía y la otra no en mundos paralelos, salvo para Juvencio que estaba tirado en el otro lado de la plaza para todos igualmente. –¿Cuándo sentiste que se murió la Desi?– me atreví a preguntar para aclarar la cosa.
–Hace retiaaarto, debajo de la farola, en el empedrado que sube al tepozteco, llovía y nomás ví la manota del Juve buscando en las enagüas de esta pendeja.
–No cieeerto Desideria, no cieeerto… no taaanto.– Dijo Desi, y volvió a intentar vomitar.
Cándido bostezaba y bebía. Pero le interesaba mucho el asunto porque a veces cuando cerraba los ojos y no veía a ninguna de las dos preguntaba si se habían ido. Finalmente para tratar de entender lo que pasaba dijo a Fidencia: –Si está muerta, y no la ves… ¿Qué chingáos haces aquí?, que el pulque es poquito y entre menos burros más olotes, ¡nomás te aprovechas ca’h!
Y yo esperé la revelación final en la respuesta.
  Fidencia recobró un poco la cordura, se arremangó las enaguas, se puso en pie muy seria y dijo tambaleándose –Yo estoy muy bien con mi marido en otro lado; es muy trabajador, nos trae tortillas, frijoles, cabrito y mixiotes de vez en cuando, pero me ve triste y me dijo que te buscara para que no llore más, que luego del pulque me soba y me da otro hijo, Nomás estoy aquí pa que no me estés chingado todavía, pero ya me voy. Y el Juvencio está allí tirado, porque me da la gana. ¡Mhhh!– asintió para ella misma.
Me pareció cruel. Después de dar un buche al vaso miré a Desideria; estaba apesadumbrada, cabizbaja y me pareció tristemente hermosa. En realidad ya estaba dormida, pero su pelo era tan azabache, tan lacio y brillante que me daban ganas de peinarlo aunque estuviera briago. Levanté la mirada hacia el quiosco y Juvencio seguía allí, lo empujaban los municipales con un palo para ver si despertaba, pero no. Cándido se empinaba otra vez el vasito de pulque. Me serví el que pensaba que sería el último y busqué los ojos de Fidencia. Ya no estaba.
Bebí mi vasito y otro más. Intenté mirar alrededor buscando de nuevo a Fide y me caí al suelo totalmente ebrio. Sentí en mi sueño la mano de Desideria y sonreí, mientras, me abofeteaba el enfermero de la cruz roja. En la ambulancia volví a la teoría de cuerdas, pensé que en una vida había cobrado 65 000 dólares de derechos y vivía en los altos de Tepoztlán, en otra estaba tirado junto al quiosco y me llamaba Juvencio, en otra más nacía hecho Maguey y enamoraba o confundía a la gente no con mis versos sino con mi denso y blanquecino jugo.
JLVL

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