Sórdido

Un tramo del Eje central Lázaro Cárdenas, sirve para las pruebas internacionales de velocidad en categoría “Mariachis instrumento en mano” persiguiendo automovilistas que reducen ligeramente la velocidad, aunque sea solo por curiosidad, y al mismo tiempo sirve como puerta de varios infiernos en la Plaza Garibaldi; uno el de los borrachos despechados que se consuelan con tequila al son de la música triste, otro de los ingenuos e incautos que no saben cuán trasquilados terminarán, y uno final de miserables deseosos de placeres carnales en el teatro Garibaldi -fino espectáculo de burlesque a precios populares-.

Desdémona deseaba ser Guadalupe, tanto como Guadalupe deseaba ser cualquier otra menos Desdémona. Estaba mirando fijamente el tacón de aguja de sus zapatillas chimuelas de lentejuelas rojas pensando si sería “arma contundente”, porque a su marido lo habían condenado por homicidio usando un cuchillo romo.

Ella estudió primaria, casi, sabía leer y escribir, padres cariñosos y entregados pero pobres de solemnidad que la mandaron con su tía al DF como solía hacerse.
En la taquería duró poco. Conoció a Pancho quien la conquistó, se la robó y tuvieron infelizmente y por cesárea un hijo que él creía ajeno, y en consecuencia se cargó a un vecino cuya única culpa era la de ser un tipo sonriente con todos, incluyéndola a ella.
Habían tenido la fortuna de encontrar una casa en la Colonia Obrera, que si bien no resultaba práctica, al menos era céntrica, barata y con suelo de cemento. Cuando Pancho cambió de residencia hacia el Reclusorio Sur, ella usó todos sus recursos para reinventarse y salir adelante con Panchito junior.

Desdémona era una de las tres estrellas del espectáculo, Nicolette y Scarlett le tenían un poco de envidia porque eran más chaparras, más oscuras de piel, carnosas de hombros, barriga, caderas y papada. Sin embargo empataban en cicatrices y belleza las tres.
Cuando salían al escenario la cosa siempre pintaba bien, la luz cenital generaba sombras bastante escalofriantes en sus semblantes, pero hacía enloquecer a los alterados espectadores que deseaban verlas sin ropa lo más rápido posible, total no les verían las caras y el alto contraste hacía adivinar dónde estaban los pliegues clave.
Al inicio la sala estaba alumbrada más o menos con este orden de iluminación: un foco encendido, un foco roto, dos fundidos, un foco encendido, otro roto, etc. El escenario en penumbra.
Los espectadores entraban en cinco minutos, porque fuera nadie hacía cola por vergüenza, se llenaba el aforo en un tercio del disponible rápidamente, los más veteranos se acomodaban en los puestos cercanos a la pasarela en forma de “u” del teatro que salía y volvía del escenario recortando el patio de butacas. Los noveles iban sin duda a las filas delanteras para ver más de cerca y vivir la experiencia del fino espectáculo de origen francés.
Se apagaba la sala y se iluminaba el proscenio. El show era tedioso y sin chiste, un número musical malísimo, luego una mujer salía disfrazada de algo, y al son de una cumbia se quitaba las tres prendas que llevaba, después aún en zapatillas, hacía mutis recogiendo los trapos entre los brazos tapándose los senos y el pubis, las nalgas desaparecían tras el telón.
Más tarde llegaba el turno de “La graaaan Desdémonaaaaaa, la devora-hombreeeesssss!”. El público enloquecía, se hablaba mucho en las tertulias de las cantinas y pulquerías acerca de este momento…

Guadalupe visitaba a Pancho en la cárcel cada vez menos, sabía que había cometido el crimen, pero a medida que lo frecuentaba creía con más certeza que había sido sin querer, y que la amaba de verdad. En cambio a Desdémona la estaban deseando 90 fieras ya en pie estirando los brazos hacia su cuerpo irregular sin el menor atisbo de cariño.

El éxito del Teatro Garibaldi era simple mecánica. Desdémona se arrancaba la blusa, que estaba de por sí hecha jirones, luego una falda minúscula que ya dejaba ver el resto de la indumentaria, y una vez en ropa interior, señalaba indefinidamente a los de las primeras filas hasta detenerse en uno, de preferencia el que tuviera los ojos más saltones e inyectados.
Su poder era mágico, nadie se confundía, estaba clarísimo quién era el señalado, los de alrededor lo aplaudían sin mirar más que al afortunado y éste subía al escenario todo colorado, obnubilado, sonriente sin imaginarse su bochornosa participación.
Desdémona y sus contoneantes artes lo invitaban a quitarse la camisa, ella era hipnotizante sea bailando salsa sea con música de tambora, ella le aflojaba un poco el cinturón, o el mecate según el poder adquisitivo, y con un toque ligero en el pecho lo tumbaba boca arriba con la cabeza hacia el público y los pies al fondo del escenario.
Lo que sucede a continuación es aberrante incluso para quien lo cuenta. Digamos que Desdémona manipula a su víctima haciéndolo pensar que el siguiente paso es un encuentro personal, pero que derrama su ira sobre quienes la miran lascivos en las primeras filas disparando con munición ajena. ¿Resulta claro?. Ojalá que no, es tórrido.

Cuando Guadalupe entendió la mecánica del show se avergonzó muchísimo y estuvo a punto de rechazar la oportunidad de trabajo, pero la convencieron porque finalmente la ciudad es gigantesca y las posibilidades de encontrar un conocido eran infinitesimales.

El patético público aplaudió muchísimo y el voluntario azaroso salió corriendo del teatro sin terminar de amarrarse el mecate.
En el número final, las tres vedettes estrellas pasearán desnudas lo más rápido posible y por turnos, la pasarela ahora iluminada, en una carrera por evitar las manos de los cadavéricos personajes del sillerío que ya se han abultado en torno.
Nicolette casi rompe su propio récord recorriendo los 70 metros, de no ser porque uno muy largo alcanzó a tocarle una nalga y tuvo que volver a darle un puntapié en el hocico. Scarlett no tuvo tanta suerte, y tras un resbalón se llevó un manoseo monumental que la dejó llorando hasta el camerino misérrimo.

Al anunciar como último número a la “¡devora-hombreeeessss!”, ésta no apareció. Guadalupe ya estaba harta y había reconocido a un vecino en las filas del fondo de los veteranos. Retiró la vista del tacón de aguja de sus zapatillas chimuelas de lentejuelas rojas y casi corrió por la pasarela dando taconazos en manos y brazos hasta encontrar la cara de aquél. La segunda mitad del recorrido no fue gran cosa, todos aplaudían la sangre del afrentado que corría tambaleándose hacia la salida del Teatro Garibaldi.

El abogado de oficio le dijo a Pancho que según el diccionario de antónimos podrían alegar que en ambos casos el arma era “discutible”.

JLVL

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