Odio la violencia, amaba el box
En el instante en que recibí el puñetazo, me di cuenta de que no sabía pelear.
Mi formación pugilística no era gran cosa, constaba básicamente de ver el box con mi papá en la televisión de blanco y negro que tardaba unos minutos en calentar los bulbos, el sonido llegaba un par de minutos antes, así que el primer round lo escuchábamos y los demás podíamos verlos, cuando se apagaba quedaba un punto brillante en el centro de la pantalla que yo de pequeño pretendía apagar a soplidos. Papá era un gran aficionado y me explicaba el reglamento, los golpes y las tácticas de cada boxeador. Seguimos con mucho interés la carrera de Pipino Cuevas, desde que mi padre se lo encontró en una oficina del municipio arreglando papeles de impuestos (ambos en problemas) y el gran peso welter me mandó un autógrafo –en realidad no lo llegué a saber con certeza, porque hijo y padre tenemos nombres y apellido idénticos–, yo estaba contentísimo igualmente.
Ignoro porqué empezó la pelea, fue uno de esos momentos minúsculos y eternos; con 38 kilos 510 gramos y 11 años… ¡miii contrincaaanteeee!, y del otro lado del grupo de preadolescentes, ¡distraído, despeinado y sin intención de peleaaar… uuunnn seeeervidooorrr!, con 12 años y menos peso que el primero.
Su nombre es lo de menos, pero me odiaba. Empezó a gritarme desde lejos por mi apodo de aquel entonces –¡gatooo, pinchi gatooo!… ¡bríncale güerito; bríncale güerito!– y daba saltitos con la clásica guardia de un zurdo, puño derecho cerrado al rostro, izquierda cubriendo tórax y abdomen y listo para soltar golpes firmes.
Yo adivinaba su táctica, sin embargo me desconcertaba el que me llamara “güerito”, como si en vez de querer pegarme, intentara venderme la mejor fruta del puesto.
Me tiró un recto a la mandíbula con mediana puntería, yo miré al profesor esperando su intervención, éste decidió que valía la pena esperar hasta la cuenta atrás. El chico intentó un uppercut y un swing sincronizado sin saberlo. Así que salté sobre él para abrazarlo (Pipino, lo habría hecho en el décimo round para anular el ataque y esperar la campana) él se revolvió, tiré de su pelo y finalmente después de un instante caímos al suelo con un montón de niños alrededor, riéndose y gritando cosas para procurarse un poco más de esparcimiento.
Tuve la suerte de caer sobre mi adversario de tal forma que quedó imposibilitado de moverse sin hacerse daño. Yo intentaba quedar bien con el público haciendo como que el hecho de estar arriba y sonriendo significara victoria, la realidad era simplemente que estábamos enredados y yo tenía mucho miedo. No sé cómo, todo terminó, y no sé quién ganó por puntos, por que nadie lo hizo por K.O.
Empecé entonces a perder el interés por el boxeo hasta el punto que ya ni lo miro, ni me interesa. Bastantes años más tarde tuve otro conato de combate en el que solo intervino mi agresor y una turba de gente que lo apartó de mí en la misma esquina de la universidad, esto lo recuerdo con muchos más detalles, pero en realidad yo tenía poco que ver con los traumas de aquel pobre muchacho.
Pipino retuvo por muchos años el título mundial de los pesos welter de la AMB a finales de los 70, la Secretaría de hacienda lo dejó knockout desde principios de los 80. El televisor pasó a mejor vida tiempo después aunque llegué a ver a Don Gato y su pandilla en blanco y negro varios años aún. Mi primer oponente fue expulsado al año siguiente de la secundaria por mal comportamiento. El profesor y poco profesional réferi tendría que haber visitado a un psicólogo. Yo no tengo intención de pegarme con nadie y sigo sin saber pelear.
En resumen, detesto la violencia, tanto que le partiría la cara si pudiera, o bien procuraría caer en posición de sonrisa al público, sigo sin interés por aprender.
JLVL
Mi formación pugilística no era gran cosa, constaba básicamente de ver el box con mi papá en la televisión de blanco y negro que tardaba unos minutos en calentar los bulbos, el sonido llegaba un par de minutos antes, así que el primer round lo escuchábamos y los demás podíamos verlos, cuando se apagaba quedaba un punto brillante en el centro de la pantalla que yo de pequeño pretendía apagar a soplidos. Papá era un gran aficionado y me explicaba el reglamento, los golpes y las tácticas de cada boxeador. Seguimos con mucho interés la carrera de Pipino Cuevas, desde que mi padre se lo encontró en una oficina del municipio arreglando papeles de impuestos (ambos en problemas) y el gran peso welter me mandó un autógrafo –en realidad no lo llegué a saber con certeza, porque hijo y padre tenemos nombres y apellido idénticos–, yo estaba contentísimo igualmente.
Ignoro porqué empezó la pelea, fue uno de esos momentos minúsculos y eternos; con 38 kilos 510 gramos y 11 años… ¡miii contrincaaanteeee!, y del otro lado del grupo de preadolescentes, ¡distraído, despeinado y sin intención de peleaaar… uuunnn seeeervidooorrr!, con 12 años y menos peso que el primero.
Su nombre es lo de menos, pero me odiaba. Empezó a gritarme desde lejos por mi apodo de aquel entonces –¡gatooo, pinchi gatooo!… ¡bríncale güerito; bríncale güerito!– y daba saltitos con la clásica guardia de un zurdo, puño derecho cerrado al rostro, izquierda cubriendo tórax y abdomen y listo para soltar golpes firmes.
Yo adivinaba su táctica, sin embargo me desconcertaba el que me llamara “güerito”, como si en vez de querer pegarme, intentara venderme la mejor fruta del puesto.
Me tiró un recto a la mandíbula con mediana puntería, yo miré al profesor esperando su intervención, éste decidió que valía la pena esperar hasta la cuenta atrás. El chico intentó un uppercut y un swing sincronizado sin saberlo. Así que salté sobre él para abrazarlo (Pipino, lo habría hecho en el décimo round para anular el ataque y esperar la campana) él se revolvió, tiré de su pelo y finalmente después de un instante caímos al suelo con un montón de niños alrededor, riéndose y gritando cosas para procurarse un poco más de esparcimiento.
Tuve la suerte de caer sobre mi adversario de tal forma que quedó imposibilitado de moverse sin hacerse daño. Yo intentaba quedar bien con el público haciendo como que el hecho de estar arriba y sonriendo significara victoria, la realidad era simplemente que estábamos enredados y yo tenía mucho miedo. No sé cómo, todo terminó, y no sé quién ganó por puntos, por que nadie lo hizo por K.O.
Empecé entonces a perder el interés por el boxeo hasta el punto que ya ni lo miro, ni me interesa. Bastantes años más tarde tuve otro conato de combate en el que solo intervino mi agresor y una turba de gente que lo apartó de mí en la misma esquina de la universidad, esto lo recuerdo con muchos más detalles, pero en realidad yo tenía poco que ver con los traumas de aquel pobre muchacho.
Pipino retuvo por muchos años el título mundial de los pesos welter de la AMB a finales de los 70, la Secretaría de hacienda lo dejó knockout desde principios de los 80. El televisor pasó a mejor vida tiempo después aunque llegué a ver a Don Gato y su pandilla en blanco y negro varios años aún. Mi primer oponente fue expulsado al año siguiente de la secundaria por mal comportamiento. El profesor y poco profesional réferi tendría que haber visitado a un psicólogo. Yo no tengo intención de pegarme con nadie y sigo sin saber pelear.
En resumen, detesto la violencia, tanto que le partiría la cara si pudiera, o bien procuraría caer en posición de sonrisa al público, sigo sin interés por aprender.
JLVL
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